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sexta-feira, 23 de outubro de 2009

BARBA AZUL Charles Perrault


BARBA AZUL

CHARLES PERRAULT



Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabia qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
— He aquí, le dijo, las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohíbo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar á la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la restregará con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado. —¿Y por qué, le dijo, la llave del gabinete no está con las demás?
—Tengo que haberla dejado, contestó ella allá arriba sobre mi mesa.
—No dejéis de dármela muy pronto, dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
—¿Por qué hay sangre en esta llave?
—No lo sé, respondió la pobre mujer, pálida corno una muerta.
—No lo sabéis, repuso Barba Azul, pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
—Hay que morir, señora, le dijo, y de inmediato.
—Puesto que voy a morir, respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
—Os doy medio cuarto de hora, replicó Barba Azul, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
—Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa. La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto;
—Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
—Baja pronto o subiré hasta allá.
—Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
—No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
—Baja ya, gritaba Barba Azul, o yo subiré.
—Voy en seguida, le respondía su mujer; y luego suplicaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
—Veo, respondió la hermana Ana, una gran polvareda que viene de este lado.
—¿Son mis hermanos?
—¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
—¿No piensas bajar? gritaba Barba Azul.
—En un momento más, respondía su mujer; y en seguida clamaba: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Veo, respondió ella, a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! exclamó un instante después, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa. Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
—Es inútil, dijo Barba Azul, hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
—No, no, dijo él, encomiéndate a Dios; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, e modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.

MORALEJA
La curiosidad, teniendo sus encantos,
a menudo se paga con penas y con llantos;
a diario mil ejemplos se ven aparecer.
Es, con perdón del sexo, placer harto menguado;
no bien se experimenta cuando deja de ser;
y el precio que se paga es siempre exagerado.

OTRA MORALEJA

Por poco que tengamos buen sentido
y del mundo conozcamos el tinglado,
a las claras habremos advertido
que esta historia es de un tiempo muy pasado;
ya no existe un esposo tan terrible,
ni capaz de pedir un imposible,
aunque sea celoso, antojadizo.
Junto a su esposa se le ve sumiso
y cualquiera que sea de su barba el color,
cuesta saber, de entre ambos, cuál es amo y señor.

AS FABULAS DE ESOPO



A Raposa e as Uvas
Uma Raposa, aproximando-se de uma parreira, viu que ela estava carregada de uvas maduras e apetitosas. Com água na boca, desejou-as comer e, para tanto, começou a fazer esforços para subir até elas. Porém, como estivessem as uvas muito altas e fosse muito difícil a subida, a Raposa tentou mas não conseguiu alcançá-las. Disse então: -Estas uvas estão muito azedas e podem desbotar os meus dentes; não quero colhê-las agora porque não gosto de uvas que não estão maduras. E dito isso, se foi.

O Galo e a Pérola

Um galo, que ciscava no terreiro para encontrar alimento, fossem migalhas, ou bichinhos para comer, acabou encontrando uma pérola preciosa. Após observar sua beleza por um instante, disse: - Ó linda e preciosa pedra, que reluz seja com o sol, seja com a lua, ainda que esteja num lugar sujo, se te encontrasse um humano, fosse ele um construtor de jóias, uma dama que gostasse de enfeites, ou mesmo um
mercenário, te recolherias com muita alegria, mas a mim de nada prestas pois que é mais importante uma migalha, um verme, ou um grão que sirvam para o sustento. Dito isto, a deixou e seguiu esgravatando para buscar conveniente mantimento.


O Lobo e o Cordeiro

Em um pequeno córrego, bebia água um Lobo esfomeado, quando chegou, mais abaixo da corrente de água um Cordeiro, que começou também a beber. O Lobo olhou com os olhos sanguinários e arreganhando os dentes disse: - Como ousas turvar a água onde bebemos? O Cordeiro respondeu com humildade: - Eu estou abaixo de onde bebes e não poderia sujar a tua água. O Lobo, mostrando-se mais raivoso tornou a falar: - Por isso, tens que praguejar? Há seis meses teu pai também me ofendeu! Respondeu o Cordeiro: - Creio que há um engano, porque eu nasci há apenas três meses, então não havia nascido e por isso não tenho culpa. O Lobo replicou: -Tens culpa pelo estrago que fizestes pastando em meu campo. Disse o Cordeiro: - Isso não parece possível, porque ainda não tenho dentes. O Lobo, sem mais razões, saltou sobre o Cordeiro, e o comeu.


O Lobo e as Ovelhas

Havia entre Lobos e as Ovelhas uma guerra antiga. As Ovelhas, ainda que fracas, ajudadas pelos rafeiros (cães de guarda), sempre levavam o melhor. Certa vez os Lobos pediram paz, oferecendo como penhor seus filhotes, desde que as Ovelhas entregassem os rafeiros. As Ovelhas, cansadas daquela guerra, aceitaram e as pazes foram feitas. Aconteceu que, estando presos, os filhos dos Lobos começaram a uivar continuamente. Seus pais, ouvindo isso, correram a acudir afirmando que a paz estava quebrada e tornaram a fazer a guerra. As Ovelhas bem que tentaram se defender, mas como sua principal força consistia nos cães de guarda (rafeiros), que haviam entregado aos Lobos, facilmente foram vencidas e devoradas.


O Rei dos Macacos e Dois Homens

Tendo perdido o caminho, dois companheiros que caminhavam, depois de terem andado muito, chegaram à terra dos Macacos. Foram, então, levados ante o rei, que vendo-os disse: - Em vossa terra, e dos lugares de onde vindes, o que dizem de mim e de meu reino? Um dos homens respondeu: - Dizem que sois um rei grandioso, de gente sábia e culta. O outro, que gostava da verdade, respondeu: - Toda vossa gente são macacos, portanto irracionais e, sendo assim, vós que sois o rei também é um macaco. Ouvindo isso, o rei mandou que o matassem e, ao primeiro, ordenou que o tratassem muito bem.


A Andorinha e as Outras Aves

Estavam os homens semeando algodão e linho. Observando-os, a Andorinha disse aos outros
pássaros: - Será para o nosso mal o que os homens estão plantando, pois dessas sementes nascerão algodão e linho, depois eles farão laços e redes para nos prenderem. Melhor seria destruirmos o que for nascendo para que estejamos seguras. As Outras Aves riram muito e não quiseram seguir o conselho. A Andorinha, vendo isso, fez as pazes com os homens e foi viver perto de suas casas. Depois de algum tempo, os homens fizeram laços, redes e instrumentos de caça, com os quais passaram a prender as Outras Aves, preservando a Andorinha.


O Rato e a Rã

Um Rato desejava atravessar um rio, mas o temia, pois não sabia nadar. Pediu ajuda a uma Rã que concordou desde que o Rato fosse amarrado a uma das patas. O Rato consentiu e encontrando um pedaço de fio, ligou uma de suas pernas à Rã. Assim que entraram no rio, porém, a Rã mergulhou, levando junto o Rato que sentia afogar-se. Por isso debatia-se com a Rã que, por sua vez, lutava para nadar; tudo isso causando muito cansaço e estardalhaços. Estavam nessa luta quando, por cima passava um Falcão que, percebendo o Rato sobre a água, baixou sobre ele e levou-o nas garras juntamente com a Rã que estava atada. Ainda no ar, os devorou.


O Ladrão e o Cão De Guarda

Um ladrão, desejando entrar à noite em uma casa para roubar, trazia consigo um pedaço de sanduiche para tentar distrair o Cão de Guarda que vigiava. Porém, assim que o Ladrão lançou o naco ao solo, o Cão disse: - Entendo que me dás este pão para que eu me cale e te deixe roubar a casa, não por algum carinho que me tenhas. Mas, já que é o dono da casa que me sustenta toda a vida, não vou deixar de latir enquanto não fores embora ou até que ele acorde e te venha enxotar. Não vou querer eu que este pedaço me custe morrer de fome toda a minha vida.


O Cachorro e a Ovelha

No inverno, o Cachorro cobrou da Ovelha certa quantidade de pão, que dizia haver lhe emprestado. A Ovelha negou ter recebido. O Cachorro reafirmou dizendo tratar-se de um depósito, o que a Ovelha negou novamente. O Cachorro denunciou-a ao Juiz. No julgamento, o Cachorro dispôs de três testemunhas a seu favor, as quais havia subornado: um Lobo, um Abutre e um Falcão. Estes juraram ver a Ovelha receber o pão que o Cachorro reclamava. Diante disso, o Juiz condenou a Ovelha, que sem ter com o que pagar, foi forçada a ser tosquiada para que o pelo fosse vendido como pagamento ao Cachorro. Pagou então a Ovelha pelo que não recebera e ainda ficou nua sofrendo frio.


O Cão e a Sombra

Um Cão levava na boca um pedaço de carne quando, ao passar por um riacho, viu no fundo da água a sombra da carne que parecia maior. Soltou a que levava nos dentes para tentar pegar a que via na água. O riacho levou para sua correnteza a verdadeira carne e a sombra, ficando o Cão sem uma nem outra.


A Mosca sobre a Carreta

Sobre uma carreta de mulas carregada pousou uma mosca. Estando ali, olhando a paisagem, achou-se altiva e que o carro ia a seu gosto. Começou então a falar para a Mula que andasse depressa, senão a castigaria picando onde lhe doesse. A Mula virou o rosto e disse: - Cala-te, desavergonhada, que não tenho medo de ti, mas sim do carreteiro porque ele leva na mão o chicote. Quanto a ti, somente com importunações pode cansar-me, mas sem me fazer outro mal.


O Cão e o Cartaz

Buscando o que comer, um Cão ia farejando até que encontrou um Cartaz com uma imagem de um homem, muito bem feita, de papelão e com cores muito vivas. Como estivesse o Cartaz caído no chão, o Cão começou a cheirar para ver se era um homem que dormia. Depois, empurrou com o focinho e viu que o Cartaz balançava, mas não se movia, quer para correr, quer para enxotá-lo. Então, o Cão disse: Por certo que a cabeça é bonita, mas não tem nenhum miolo.


O Leão, a Vaca, a Cabra e a Ovelha

Combinaram entre si, um Leão, uma Vaca, uma Cabra e uma Ovelha caçarem juntos e repartirem o ganho. Assim, caminharam lado a lado e encontraram um Veado. Correram e fizeram-lhe um cerco e, depois de muito esforço, o derrubaram e o mataram. Um tanto cansados, juntaram-se em torno da presa e a repartiram em quatro partes iguais. Feito isso, o Leão tomou uma parte e disse: - Esta parte é minha, conforme o combinado. A seguir, pegou outra parte e disse: - Esta outra me pertence porque sou o mais valente de todos. Puxou uma terceira parte e disse: -Esta também é para mim porque eu sou o rei dos animais e, advirto, quem na quarta parte mexer, considere-se por mim desafiado. Assim, levou todas as partes, ficando os parceiros se achando enganados ao mesmo tempo que frustrados, mas se conformaramporque eram desiguais em forças comparados ao Leão. █


O Homem e a Doninha

Um homem que caçava ratos, prendeu na armadilha uma Doninha. Ela, vendo-se em seu poder, lhe disse que a soltasse e alegou razões dizendo: - Eu não te faço nenhum mal. Ao contrário, te faço o bem, porque eu limpo a casa de ratos e bichos que te fazem mal. O Homem respondeu: - Se acaso fizesses isso pelo bem, devia eu te agradecer, mas o que fazes é pela tua fome. Sendo assim, nada te devo e, ademais, se te faltarem como alimento, virás comer o que é meu, ainda pior que os próprios ratos. Dessa maneira irei matá-la.


O Lobo e a Garça

Um Lobo estava comendo umas carnes quando um osso ficou atravessado em sua garganta, o que começava a sufocá-lo. Assim, pediu à Garça que com seu pescoço comprido lhe tirasse o osso do papo que seria recompensada. A Garça enfiou a cabeça na goela do Lobo e lhe tirou o osso. Estando livre o Lobo, a Garça lhe pediu o que antes ele lhe havia ofertado. O Lobo, porém, respondeu: - Eu já te dei um grande benefício, posto que enfiastes a tua cabeça dentro da minha boca, onde bastaria apertar-te os dentes para matar-te, mas saístes sem um arranhão. A Garça calou-se e ficou arrependida do que fizera, pensando: -Nunca mais, por gente má, colocarei a minha cabeça e vida em semelhante risco.


As Duas Cadelas

Uma Cadela, sentindo as dores de parir e não tendo lugar onde fazê-lo, pediu a outra Cadela que lhe emprestasse a sua cama, que era um palheiro, dizendo que assim que parisse iria embora com seus filhotes. A outra Cadela, com dó, cedeu seu lugar. Ocorre que, após ter parido, foi solicitada que fosse embora, porém a hóspede mostrou-lhe os dentes, impedindo-a de entrar e dizendo que estava de posse do lugar não sairia dali não fosse após uma grande briga e muitas dentadas.


O Homem e a Cobra

Durante um frio Inverno e debaixo de forte chuva, andava uma Cobra, fraca e encolhida. Um Homem de piedade a recolheu, agasalhou e alimentou enquanto houve frio. Chegado o Verão, a Cobra começou a estender-se e, então, o Homem disse-lhe que deveria seguir o caminho dela, mas a Cobra, relutante, levantou o pescoço para o morder. O Homem, por isso, lançou mão de um pau e investiu contra a Cobra. Após uma longa luta, a Cobra restou morta e o Homem muito mordido.


O Asno e o Leão

O Asno, simplório e ignóbil, encontrou-se com o Leão em um caminho e, presunçoso, atreveu-se dizendo: -Saia do meu caminho e vá embora. O Leão parou, verificando esse desatino e ousadia, mas prosseguiu seu caminho, dizendo: - Seria muito fácil matar e desfazer-me deste imbecil; porém não quero nem sujar meus dentes, nem minhas unhas, em carne tão bestial e fraca. Assim passou, sem fazer caso do Asno.


O Rato da Cidade e o Rato do Campo

Um Rato que morava na Cidade aceitou o convite para jantar de um Rato que vivia no Campo. Em sua cova, comeram raízes, ervas e frutos, produtos do Campo. Em dado momento, o Rato da Cidade disse: - Amigo, notei que vives na miséria, pelo que tenho dó. Por isso, convido-o a morar na Cidade, onde verás a riqueza e a fartura que lá desfrutamos. Combinaram e para lá foram, numa casa grande e rica. Estavam na despensa, saboreando comidas sofisticadas quando, de súbito, entra um fiscal com dois gatos. Na correria, fugiram os Ratos. O Rato da Cidade achou logo seu esconderijo enquanto o Rato do Campo, continuando a correr, disse: - Fiques com a tua fartura, que eu quero mesmo é viver comendo os frutos da terra sem medo de homens, gatos e ratoeiras. Lá no Campo tenho um prazer inigualável que é a liberdade com a tranqüilidade. █


A Águia e a Raposa

Uma Águia, tendo filhotes em uma árvore para alimentar, lançou-se sobre uma moita onde haviam dois raposinhos muito pequenos. A Raposa, vendo isso, correu implorando para a Águia que libertasse os filhotes. Mas a Águia, lá do alto, zombou das súplicas e disse que iria preparar a refeição em seu ninho. A Raposa, muito aflita, começou a cercar aquela árvore com muitas palhas, gravetos e ramos secos. Em seguida ateou fogo, de tal maneira que fez uma fogueira muito grande. A Águia, temerosa com a fumaceira e de que as labaredas atingisse seu ninho, soltou os filhotes da Raposa que correram para a mãe, ficando a ave um pouco chamuscada.


O Galo e a Raposa

Algumas galinhas com seu Galo, fugindo de uma Raposa, subiram em um pinheiro, onde a perseguidora não alcançava. A Raposa, ao pé da árvore, disse ao Galo: - Eu sei que, por hábito, foges de mim temendo por suas vidas mas, hoje, corria apenas para lhes dar boas notícias. Peço-lhes que desçam para nos confraternizamos, amigos. Foi proclamada hoje a paz
universal entre todas as feras e aves. Portanto, venham comigo celebrar. O Galo, entendendo a mentira, como quem não quer nada, disse: - Estas são mesmo novidades muito boas e alegres. Estaremos indo sim, amiga, ao seu encontro, assim que nossos amigos cães, que vejo daqui do alto se aproximando rapidamente numa grande matilha cheguem para todos juntos festejarmos. A Raposa, ouvindo isso, começou a correr dizendo: - Vou indo porque temo que eles ainda não saibam das novidades e nos ataquem. Assim, foi embora, ficando as galinhas seguras com seu Galo.


O Bezerro e o Lavrador

Um Lavrador que tinha um Bezerro forte e esperto, colocou-o sob uma canga, junto com um boi manso. Como o Bezerro insistisse em tentar livrar-se do trabalho, o Lavrador dava-lhe pancadas e relhos para o amansar. Ao boi manso, que observava aquilo, o Lavrador disse: - Não o coloquei aqui para que faças o arado, porque não és feito para isso, mas somente para amansar o pequeno, porque depois que ele se tornar Touro formado, não haverá quem o amanse.


O Lobo e o Cão

Em um caminho, encontraram-se um Lobo e um Cão. O Lobo, vendo a vitalidade do Cão, disse:- Tenho inveja de te ver tão gordo, com o pescoço grosso e o pelo reluzente. Digo isso porque ando sempre magro e arrepiado. O Cão respondeu: - Se fizeres o mesmo que eu, também engordarás. Estou em uma casa, onde me dão de comer e tratam-me bem, enquanto meu trabalho é somente latir quando percebo ladrões próximos da casa. Por isso, se queres, podes vir comigo. O Lobo, aceitando, passou a caminhar junto com o Cão, mas em dado momento perguntou: - O que é isso companheiro, que vejo? Teu pescoço está todo esfolado. O Cão respondeu: - Para que de dia eu não morda aos que entram na casa, sou preso com uma corda. De noite me soltam e assim fico até pela manhã, quando tornam a me prender. O Lobo, ouvindo isso, disse: - Vou dispensar tua fartura pra mim. A troco de não ser cativo, prefiro me empenhar pelo meu sustento e, se necessário, jejuar, desde que esteja livre. Dizendo isso, se foi. █


As Mãos, os Pés, o Estômago e o Corpo

Certo dia, as Mãos e os Pés, trocando idéias, começaram a se queixar das outras partes do corpo. No final da conversa, chegaram à conclusão que trabalhavam a vida inteira, custeando o Corpo e que tudo era mais em proveito do Estômago, que comia sem trabalho. Portanto, o Estômago que procurasse o seu sustento, porque as Mãos e os Pés não iriam mais dar-lhe de comer. O Estômago pediu muito, mas disseram que haviam tomado uma decisão. Assim, começaram a lhe negar comida, o que foi enfraquecendo-o e, com isso, o Corpo inteiro. Sentindo as Mãos e os Pés se enfraquecerem, começaram novamente a querer alimentar o Estômago, mas como a fraqueza fosse muita, nada lhes valeu, morrendo todos juntos.


A Águia e o Grou

A Águia, tendo capturado uma pequena Tartaruga, carregando-a pelo ar, dava-lhe insistentes bicada, mas não conseguia abatê-la porque estava recolhida em sua carapuça. Começava a ficar enraivecida quando aproximou-se da Águia um Grou que disse: - A caça que fizestes é decerto de boa qualidade, mas não poderás saboreá-la senão por manha. A Águia propôs então que se o Grou lhe ensinasse a manha, pelo que dividiria com ele a caça. O Grou aceitou e disse: -Subas até o mais alto das nuvens possível e de lá deixes cair a Tartaruga sobre alguma pedra grande, onde se partirá a carapuça e a carne ficará descoberta para nossa refeição. Assim fazendo, a Águia e o Grou comeram da boa carne.


A Raposa e o Corvo

Um Corvo roubou um queijo e com ele fugiu para o alto de uma árvore. Uma Raposa, ao vê-lo, desejou tomar posse do queijo para comer. Colocou-se ao pé da árvore e começou a louvar a beleza e a graça do Corvo, dizendo: - Com certeza és formoso, gentil e nenhum pássaro poderá ser comparado a ti desde que tu cantes. O Corvo, querendo mostrar-se, abriu o bico para tentar cantar, fazendo o queijo cair. A Raposa abocanhou o petisco e saiu correndo, ficando o Corvo, além de faminto, ciente de sua ignorância.


O Leão e Outros Animais

Estando um Leão, já velho e doente, veio um Javali, lembrando-lhe ter sido maltratado por ele noutro tempo, deu-lhe uma forte trombada e passou; a seguir veio um Touro e chifrou-o. Dessa forma, muitos outros Animais, dizendo vingança, o maltrataram. Afinal, veio um Asno e deu-lhe dois coices, com o que lhe derrubou com a face por terra. O Leão, chorando, disse: - Tempo se foi em que todos esses, só de um rugido meu tremiam, não havendo então nenhum tão forte, que não fugisse ao me ver. Agora que me vêem fraco, todos arranjam pretexto para se vingarem, não havendo nenhum que a isso não se atreva.


O Parto da Montanha

Em certo tempo, começou uma Montanha a dar urros e inchar, dizendo que iria parir. As pessoas ficaram cheias de temor, receosas de que algum monstro nascesse e viesse a destruir o mundo. Chegada a época do parto, estando todos reunidos em torno e em suspense, pariu a Montanha um Rato, transformando em riso o que antes era medo.


O Galgo Velho e seu Dono

Um Galgo, velho cão que havia durante muitos anos caçado grande quantidade de lebres para seu Dono, já cansado da idade, durante uma caçada, deixou escapar de sua boca, pela ausência de dentes, uma lebre que havia capturado. Seu Dono, zangado, o açoitou cruelmente e o lançou para longe, como se fosse coisa que nada valia. Disse então o Galgo velho : - Deveria o senhor lembrar-te de como te servi bem enquanto era moço, de quantas lebres já cacei, e quanto me estimavas; agora que sou velho e estou no osso, somente porque uma me fugiu, me bates e me jogas fora. Deverias relevar essa falta e pagar-me muito bem pelo muito que te tenho servido.


As Lebres e as Rãs

As Lebres, cansadas de correrem dos galgos e de serem assustadas pelos animais, se reuniram e concordaram, para não terem mais angústias, se matarem afogadas em um rio. Correram, então, em direção à água, mas, chegando à borda, viram muitas Rãs fugirem com medo e saltarem no rio. As Lebres, observando o pavor das Rãs, pararam e disseram: -Estas Rãs vivem com medo de todos e também de nós, por isso devemos suportar a vida, já que há muitos outros mais perseguidos e apavorados.


O Lobo e o Cabrito

Uma cabra, indo pastar no campo, deixou o filhote em casa e orientou-o dizendo que não abrisse nem ao urso, nem ao Lobo, porque morreria. Assim que ela saiu, veio um Lobo que, fingindo a voz da cabra, começou a falar carinhosamente, dizendo para que lhe abrisse porque era a sua mãe. Ouvindo isso, o Cabrito chegou até a porta e olhou por uma fenda vendo que era o Lobo. Sem responder, recolheu-se em casa. O Lobo, então, foi embora, ficando o Cabrito salvo.


O Cervo, o Lobo e a Ovelha

Um Cervo, acompanhado de um Lobo, bateu à porta da Ovelha cobrando falsamente uma certa quantidade de trigo que inventava haver lhe emprestado. A Ovelha pensou em negar-lhe, denunciando a falsidade, mas ficou com receio devido à presença do Lobo. Assim, com dissimulação, lhe disse: - Peço-te, por Deus, que esperes alguns dias e então verificaremos nossas contas e eu te pagarei o quanto te dever. O Cervo foi embora contente. Porém, passado um tempo, se encontraram sem que o Lobo estivesse
presente. A Ovelha, nessa ocasião, rejeitou a cobrança dizendo que não devia trigo algum e que, portanto, nada lhe pagaria.


A Gralha e os Pavões

Uma Gralha, pediu emprestadas algumas penas dos Pavões e passou a desprezar as outras gralhas, andando apenas junto com os Pavões. Depois de um tempo, os Pavões pediram suas penas de volta, mas como estivessem enfiadas no couro da Gralha, bicaram-na até arrancá-las, fazendo com que a Gralha ficasse machucada e sem as suas próprias penas. Nesse estado, buscou as outras gralhas, ainda que com temor e vergonha; elas lhe disseram: - De nada te valeu rejeitares a tua natureza, querendo ser o que não eras. Agora aqui estás, pelada, ferida e envergonhada.


A Rã e o Touro

Um Touro, passeando na beirada do rio, por acidente pisou numa ninhada de pequenas rãs esmagando uma delas, ferindo-a gravemente. A Rã, mãe da ninhada, ao dar pela falta de um dos filhotes, perguntou aos outros o que acontecera. Eles procuraram descrever o ocorrido, dizendo um deles: - Há poucos minutos uma besta enorme pisou na nossa irmã. Outro filhote disse: - Era mesmo enorme e tinha quatro patas muito grandes. Um outro disse: - Era uma besta enorme, tinha mesmo quatro patas muito grandes que tinham uma rachadura. A Rã mãe começou a comer e inchar-se com o vento, perguntando aos filhotes se era já tão grande como diziam, ao que respondiam que não. A Rã voltou a colocar mais força para inchar ao que os filhotes disseram que faltava muito para igualar-se ao Touro. Tanto inchou a Rã que veio a arrebentar-se. Um besouro, que a tudo assistia, pensou: - É verdade que, na maioria das vezes, as coisas insignificantes desviam nossa atenção do verdadeiro problema. █


O Cavalo e o Leão

Vendo um Cavalo pastando, o Leão pensou numa maneira de atacá-lo para o comer. Resolveu chegar com palavras amigas e disse que era médico e que poderia examinar o Cavalo para, se necessário, cura-lo. O Cavalo, entendendo a situação, disse: - Na verdade amigo, vens em boa hora, já que tenho nesta pata uma dor que está me maltratando. O Leão aproximou-se para ver o pé, no que o Cavalo o levantou e acertou-lhe o queixo, fazendo com que tonteasse. Quando deu por si o Leão, viu que o Cavalo já ia longe.


O Cavalo e o Asno

Um Cavalo, com os arreios enfeitados de seda e ouro de muito preço, seguia por um caminho levando seu dono, quando encontrou um Asno carregado, pelo que, com muita soberba disse: - Animal inconveniente; porque não me dás lugar e te desvias para que eu passe? O pobre Asno, calou-se e suportou a ofensa. Mais alguns metros, o Cavalo torceu uma pata e começou a mancar. Seu dono, então, retirou-lhe os enfeites e colocou-o para ser animal de carga. Algum tempo depois, o Asno vindo pelo mesmo caminho encontrou o Cavalo carregado de esterco e disse-lhe: -Onde vai, irmão, a tua soberba? Por que não me mandas agora que eu arrede como fazias em outra época?


As Árvores e o Machado

Um Machado de aço havia sido forjado e estava sem o cabo, pelo que não conseguia cortar. Foi então até o bosque e pediu às Árvores que uma delas lhe dessem um cabo. As Árvores mais encorpadas se negaram a fornecer o material e mandaram à Oliveira que era mais franzina, a fazer esse papel. Assim que ficou completo, um Homem pegou o Machado e começou a fazer madeira e, com isso, a destruir todo o arvoredo. Comentou então o Carvalho com o Freixo: - É nossa a responsabilidade por esse mal, porque entregamos nossa irmã mais fraca ao inimigo.


O Rato e a Doninha

Uma Doninha, já velha e sem forças para caçar, usava de uma artimanha: enfarinhava-se toda e se deitava quieta num canto da casa. Assim, quando alguns ratos se aproximavam para comer a farinha ela os comia. Certa feita, um Rato experiente, que já havia escapado de muitas armadilhas, viu aquilo, colocou-se longe e disse: - Por mais artes que uses, não me pegarás. Tu enganas a esse pequenos, mas eu, conheço-te bem e não me aproximarei de ti. E dizendo isso, foi-se embora.


O Asno e a Cachorrinha

Um Asno, que vivia livre pastando diante da casa, observou que quando seu dono chegava, a Cachorrinha ia ao encontro dele abanando o rabo, pulava em seu colo, procurando lambê-lo pelo que, em seguida, seu dono brincava com ela, a afagava e depois lhe dava de comer. Com inveja, pensou então que se fizesse o mesmo, receberia mais carinhos, já que era maior que a Cachorrinha. Imaginando isso, no dia seguinte, surgindo seu dono, o Asno correu de encontro ao homem e, enquanto pulava buscando
colocar suas patas dianteiras sobre os ombros dele, procurava lambê-lo. Espantado com aquilo, o dono gritou chamando os criados e mandou surrar o Asno para depois mantê-lo trancado na estrebaria.


O Leão e o Rato

Estando o Leão dormindo, alguns Ratos brincavam em torno dele. Em dado momento, pularam em cima, acordando-o. O Leão pegou um deles com a intenção de matá-lo, mas como o Rato pedia insistentemente, acabou soltando-o. Passado pouco tempo, o Leão caiu em uma rede que os caçadores haviam armado, ficando preso apesar de suas forças. O Rato, sabendo do ocorrido, foi até a armadilha e com muito empenho começou a roer as cordas, até que, rompendo a armadilha, o Leão ficou livre, como recompensa pela misericórdia que tivera.


A Porca e a Loba

Estava uma Porca com dores de parir, quando uma Loba faminta aproximou-se dizendo que tinha dó de a ver desamparada e que estava disposta a servir-lhe de parteira. A Porca, percebendo que a Loba queria mesmo era comer seus filhotes, disfarçando disse que não conseguiria parir na presença da Loba porque era muito envergonhada e que, depois que os filhotes nascessem, um deles seria até afilhado dela. Enquanto a Loba se afastava do lugar para um lado, a Porca saiu para o outro lado buscando um lugar seguro.


O Velho e a Mosca

Diante de um calor ardente, um Velho calvo, com a cabeça descoberta, procurava se esconder à sombra enquanto uma Mosca insistentemente procurava picar-lhe a calva. O Velho procurava abater-lhe com as mãos, mas ela fugia depressa, fazendo com que ele desse em si mesmo grandes palmadas. A Mosca, gostando daquilo, ria a valer. Disse então o Velho:-Podes rir quantas vezes eu der em mim, que isso não me mata, mas se uma só vez eu te acertar, morrerás, pagando pelo antes e o agora.


O Pinheiro e o Coqueiro

O Pinheiro, alto e pomposo, aconselhava o Coqueiro, que se curvava facilmente, que se mantivesse altivo. Respondeu o Coqueiro: - Tu podes resistir, mas não me sinto forte o bastante. Em seguida, veio um pé de vento muito bravo que arrancou o Pinheiro com raízes e tudo. O Coqueiro porém, dobrando-se, ficou em pé.


A Formiga e a Cigarra

No Inverno, a Formiga tirava os grãos de trigo fora de sua cova para os secar, quando surgiu a Cigarra que implorava que repartisse aquela comida com ela, porque temia morrer de fome. A Formiga perguntou a ela o que havia feito durante a Primavera e o Verão, já que não guardara alimento para se manter. A Cigarra respondeu: - A Primavera e o Verão gastei cantando e brincando pelos campos. A Formiga então, continuando a recolher seu trigo, lhe disse: -Companheira, se aqueles seis meses gastaste em cantar e bailar, como se fosse comida saborosa e a seu gosto, que agora cante e dance.


O Cervo e o Leão

Bebia um Cervo em um riacho quando viu seu reflexo na água. Observou suas pernas finas e achou-as muito feias, enquanto que considerou a galhada de seus chifres muito bonita e formosa. Quando saía dali, surgiu um Leão que começou a persegui-lo. Com os pés, que havia desprezado, ganhava velocidade e com isso distância de seu perseguidor. Com os chifres, entretanto, se enroscava nos ramos das árvores, o que diminuía sua vantagem. Enquanto corria, pensava: -Como fui bobo, desprezando o que me é mais importante e elogiando o que pra mim tem menos valor.


Os Carneiros e o Açougueiro

Alguns Carneiros estavam juntos num redil quanto entrou um Açougueiro. Permaneceram quietos e nem fizeram caso disso. O Açougueiro pegou um deles e o matou. Nem vendo o sangue daquele temeram os outros. Assim foi em seguida, matando o Açougueiro um a um até que o último, vendo-se nas mãos dele, disse: - Com razão devemos sofrer, pois vendo aquilo que seria mal para todos não quisemos entender. No princípio, quando éramos muitos, mesmo que fosse com cabeçadas, poderíamos nos defender e não o fizemos. Agora, pensando nisso, estou só e não posso
me preservar, dessa maneira acabamos todos.


O Lobo e o Asno Doente

O Asno estava muito indisposto. Sabendo disso, o Lobo foi visitá-lo, fazendo-se de muito amigo. Chegando, tomou o pulso do Asno, correu a mão pelo rosto e disse que desejava curá-lo. O Asno, percebendo as intenções do Lobo, e querendo vê-lo distante, observou o Lobo que naquele momento lhe apalpava e perguntava onde lhe doía, disse: - Onde quer que me ponhas mão, logo ali me dói; portanto peço-te que te vás, porque assim que tu fores, sararei logo.


A Raposa e o Leão

Fingindo-se enfermo, o Leão passou a receber visita de outros animais, os quais entravam na cova e o Leão os comia um a um. Por fim, chegou à porta da cova a Raposa, que desconfiada, perguntou-lhe de longe como estava. O Leão respondendo perguntou-lhe porque não entrava para vê-lo. Respondeu a Raposa: -Me parece que a tua casa está cheia, já que vi muitas pegadas de animais entrando e nenhuma de algum que tenha saído. Por isso, vou indo.


O Carneiro Grande e os Carneiros Jovens

Andavam passeando três Carneiros Jovens e um Carneiro maior. De repente, o mais velho saiucorrendo em fuga. Os outros, ficaram parados e rindo da disparada do experiente Carneiro, o qual ao longe,vendo-os zombar, disse: - Estão loucos e ignorantes,porque vem vindo o açougueiro que sempre mata primeiro os maiores. Por isso fujo, mas quando ele se aproximar, com certeza matará os que estiverem mais perto.


O Leão e o Homem

O Homem e o Leão discutiam sobre qual dos dois era mais valente. O Homem, para provar que tinha razão, levou-o até a uma praça onde havia uma escultura de um homem estrangulando um leão e mostrou-lhe. O Leão, rindo, disse: - Se os leões soubessem esculpir haveriam muito mais representações de leões estraçalhando homens.


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Adaptação de Joseph Shafan, Copyright © 2008 A.José C.Coelho, Baseado na edição em língua portuguesa: "Fabulas de Esopo - com applicações moraes a cada fabula" - 1848 - Paris, Typographia de Pillet Fils Ainé [domínio público em http://pt.wikisource.org/] shafan@uol.com.br , http://www.recantodasletras.com.br/autores/shafan. 2008

quarta-feira, 21 de outubro de 2009

A Mulher de Preto
Machado de Assis

Capítulo Primeiro

A primeira vez que o Dr. Estêvão Soares falou ao deputado Meneses foi no Teatro Lírico no tempo da memorável luta entre lagruístas e chartonistas. Um amigo comum os apresentou ao outro. No fim da noite separaram-se oferecendo cada um deles os seus serviços e trocando os respectivos cartões de vísita. Só dous meses depois encontraram-se outra vez.
Estêvão Soares teve de ir à casa de um ministro de Estado para saber de uns papéis relativos a um parente da província, e aí encontrou o deputado Meneses, que acabava de ter uma conferência política.
Houve sincero prazer em ambos encontrando-se pela segunda vez; e Meneses arrancou de Estêvão a promessa de que iria à casa dele daí a poucos dias.
O ministro depressa despachou o jovem médico.
Chegando ao corredor, Estêvão foi surpreendido com uma tremenda bátega d'água, que nesse momento caía, e começava a alagar a rua. O rapaz olhou a um e outro lado a ver se passava algum veículo vazio, mas procurou inutilmente; todos que passavam iam ocupados.
Apenas à porta estava um coupé vazio à espera de alguém, que o rapaz supôs ser o deputado. Daí a alguns minutos desce com efeito o representante da nação, e admirou se de ver o médico ainda à porta.
-Que quer? disse-lhe Estêvão; a chuva impediu-me de sair; aqui fiquei a ver se passa um tílburi.
-É natural que não passe, e nesse caso ofereço-lhe um lugar no meu coupé.
Venha.
-Perdão; mas é um incômodo...
-Ora, incômodo ! É um prazer. Vou deixá-lo em casa. Onde mora?
-Rua da Misericórdia n.°...
-Bem, suba.
Estêvão hesitou um pouco mas não podia deixar de subir sem ofender o digno homem que de tão boa vontade lhe fazia um obséquio. Subiram. Mas em vez de mandar o cocheiro para a Rua da Misericórdia, o deputado gritou:
-João, para casa!
E entrou.
Estêvão olhou para ele admirado.
-Já sei, disse-lhe Meneses; admira-se de ver que faltei à minha palavra; mas eu desejo apenas que fique conhecendo a minha casa a fim de lá voltar quanto antes.
O coupé rolava já pela rua fora debaixo de uma chuva torrencial. Meneses foi o primeiro que rompeu o silêncio de alguns minutos, dizendo ao jovem amigo:
-Espero que o romance da nossa amizade não termine no primeiro capítulo.
Estêvão, que já reparara nas maneiras solícitas do deputado, ficou inteiramente pasmado quando lhe ouviu falar no romance da amizade. A razão era simples. O amigo que os havia apresentado no Teatro Lírico disse no dia seguinte:
-Meneses é um misantropo, e um céptico; não crê em nada, nem estima ninguém. Na política como na sociedade faz um papel puramente negativo. Esta era a impressão com que Estêvão, apesar da simpatia que o arrastava, falou a segunda vez a Meneses, e admirava-se de tudo, das maneiras, das palavras, e do tom de afeto que elas pareciam revelar. À linguagem do deputado o jovem médico respondeu com igual franqueza.
-Por que acabaremos no primeiro capítulo? perguntou ele; um amigo não é cousa que se despreze, acolhe-se como um presente dos deuses.
-Dos deuses! disse Meneses rindo; já vejo que é pagão.
-Alguma cousa, é verdade; mas no bom sentido, respondeu Estêvão rindo também. Minha vida assemelha-se um pouco à de Ulisses...
-Tem ao menos uma Ítaca, sua pátria, e uma Penélope, sua esposa.
-Nem uma nem outra.
-Então entender-nos-emos.
Dizendo isto o deputado voltou a cara para o outro lado, vendo a chuva que caía na vidraça da portinhola. Decorreram. dous ou três minutos, durante os quais Estêvão teve tempo de contemplar a seu gosto o companheiro de viagem. Meneses voltou-se e entrou em novo assunto. Quando o coupé entrou na Rua do Lavradio, Meneses disse ao médico:
-Moro nesta rua; estamos perto de casa. Promete-me que há de vir ver-me algumas vezes?
-Amanhã mesmo.
-Bem. Como vai a sua clínica?
-Apenas começo, disse Estêvão; trabalho pouco; mas espero fazer alguma cousa.
-O seu companheiro, na noite em que mo apresentou, disse-me que o senhor é moço de muito merecimento.
-Tenho vontade de fazer alguma cousa.
Daí a dez minutos parava o coupé à porta de uma casa da Rua do Lavradio. Apearam-se os dous e subiram. Meneses mostrou a Estêvão o seu gabinete de trabalho, onde haviam duas longas estantes de livros.
-É a minha família, disse o deputado mostrando os livros. História, filosofia, poesia... e alguns livros de política. Aqui estudo e trabalho. Quando cá vier é aqui que o hei de receber. Estêvão prometeu voltar no dia seguinte, e desceu para entrar no coupé que esperava por ele, e que o levou à Rua da Misericórdia. Entrando em casa Estêvão dizia consigo:
"Onde está a misantropia daquele homem? As maneiras de misantropo são mais rudes do que as dele; salvo se ele, mais feliz do que Diógenes, achou em mim o homem que procurava."


Capítulo II

Estêvão era o tipo do rapaz sério. Tinha talento, ambição e vontade de saber, três armas poderosas nas mãos de um homem que tenha consciência de si. Desde os dezesseis anos a sua vida foi um estudo constante, aturado e profundo. Destinado ao curso médico, Estêvão entrou na academia um pouco forçado, não queria desobedecer ao pai. A sua vocação era toda para as matemáticas. Que importa? disse ele ao saber da resolução paterna; estudarei a medicina e a matemática. Com efeito teve tempo para uma e outra cousa; teve tempo ainda para estudar a literatura, e as principais obras da antigüidade e contemporâneas eram-lhe tão familiares como os tratados de operações e de higiene.
Para estudar tanto, foi-lhe preciso sacrificar uma parte da saúde. Estêvão aos vinte e quatro anos adquirira uma magreza, que não era a dos dezesseis; tinha a tez pálida e a cabeça pendia-lhe um pouco para a frente pelo longo hábito da leitura. Mas esses vestígios de uma longa aplicação intelectual não Ihe alteraram a regularidade e harmonia das feições, nem os olhos perderam nos livros o brilho e a expressão. Era além disso naturalmente elegante, não digo enfeitado, que é coisa diferente: era elegante nas maneiras, na atitude, no sorriso, no trajo, tudo mesclado de uma certa severidade que era o cunho do seu caráter. Podia-se notar-lhe muitas infrações ao código da moda; ninguém poderia dizer que ele faltasse nunca às boas regras do gentleman.
Perdera os pais aos vinte anos, mas ficara-lhe bastante juízo para continuar sozinho a viagem do mundo. O estudo serviu-lhe de refúgio e bordão. Não sabia nada do que era o amor. Ocupara-se tanto com a cabeça que esquecerase de que tinha um coração dentro do peito. Não se infira daqui que Estêvão fosse puramente um positivista. Pelo contrário, a alma dele possuía ainda em toda a plenitude da graça e da força as duas asas que a natureza lhe dera. Não raras vezes rompia ela do cárcere da carne para ir correr os espaços do céu, em busca de não sei que ideal mal definido, obscuro, incerto. Quando voltava desses êxtases, Estêvão curava-se deles enterrando-se nos volumes à cata de uma verdade científica. Newton era-lhe o antídoto de Goethe.
Além disso, Estêvão tinha idéias singulares. Havia um padre, amigo dele, rapaz de trinta anos, da escola de Fénelon, que entrava com Telêmaco na ilha de Calipso. Ora, o padre dizia muitas vezes a Estêvão que só uma cousa lhe faltava para ser completo: era casar-se.
-Quando você tiver, dizia-lhe, uma mulher amada e amante ao pé de si, será um homem feliz e completo. Dividirá então o tempo entre as duas cousas mais elevadas que a natureza deu ao homem, a inteligência e o coração. Nesse dia quero eu mesmo casá-lo...
-Padre Luís, respondia Estêvão, faça-me então o serviço completo: traga-me a mulher e a bênção.
O padre sorria-se ao ouvir a resposta do médico, e como o sorriso parecia a Estêvão uma nova pergunta, o médico continuava:
-Se encontrar uma mulher tão completa como eu exijo, afirmo-lhe que me casarei. Dirá que as obras humanas são imperfeitas, e eu não contestarei, Padre Luís; mas nesse caso deixe-me caminhar só com as minhas imperfeições.
Daqui engendrava-se sempre uma discussão, que se animava e crescia até o ponto em que Estêvão concluía por este modo:
-Padre Luís, uma menina que deixa as bonecas para ir decorar mecanicamente alguns livros mal escolhidos; que interrompe uma lição para ouvir contar uma cena de namoro; que em matéria de arte só conhece os figurinos parisienses; que deixa as calças para entrar no baile, e que antes de suspirar por um homem, examina-lhe a correção da gravata, e o apertado do botim; Padre Luís, esta menina pode vir a ser um esplêndido ornamento de salão e até uma fecunda mãe de família, mas nunca será uma mulher.
Esta sentença de Estêvão tinha o defeito de certas regras absolutas. Por isso,
o padre dizia-lhe sempre:
-Tem você razão; mas eu não lhe digo que case com a regra; procure a exceção que há de encontrar e leve-a ao altar, onde eu estarei para os unir.
Tais eram os sentimentos de Estêvão em relação ao amor e à mulher. A natureza dera-lhe em parte esses sentimentos, mas em parte adquiriu-os ele nos livros. Exigia a perfeição intelectual e moral de uma Heloísa; e partia da exceção para estabelecer uma regra. Era intolerante para os erros veniais. Não os reconhecia como tais. Não há erro venial, dizia ele, em matéria de costumes e de amor.
Contribuíra para esta rigidez de ânimo o espetáculo da própria família de Estêvão. Até aos vinte anos foi ele testemunha do que era a santidade do amor mantido pela virtude doméstica. Sua mãe, que morrera com trinta e oito anos, amou o marido até os últimos dias, e poucos meses lhe sobreviveu. Estêvão soube que fora ardente e entusiástico o amor de seus pais, na estação do noivado, durante a manhã conjugal; conheceu-o assim por tradição; mas na tarde conjugal a que ele assistiu viu o amor calmo, solícito e confiante, cheio de dedicação e respeito, praticado como um culto; sem recriminações nem pesares, e tão profundo como no primeiro dia. Os pais de Estêvão morreram amados e felizes na tranqüila seriedade do dever.
No ânímo de Estêvão, o amor que funda a família devia ser aquilo ou não seria nada. Era justiça; mas a intolerância de Estêvão começava na convicção que ele tinha de que com a dele morrera a última família, e fora com ela a derradeira tradição do amor. Que era preciso para derrubar todo este sistema, ainda que momentâneo? Uma cousa pequeníssima: um sorriso e dous olhos.
Mas como esses dous olhos não apareciam, Estêvão entregava-se na maior parte do tempo aos seus estudos científicos, empregando as horas vagas em algumas distrações que o não prendiam por muito tempo.
Morava só; tinha um escravo, da mesma idade que ele, e cria da casa do pai, -mais irmão do que escravo, na dedicação e no afeto. Recebia alguns amigos, a quem visitava de quando em quando de quando, entre os quais incluímos o jovem Padre Luís, a quem Estevão chamava -Platão de sotaina.
Naturalmente bom e afetuoso, generoso e cavalheiresco, sem ódios nem rancores, entusiasta por todas as cousas boas e verdadeiras, tal era o Dr. Estevão Soares, aos vinte e quatro anos de idade.
Do seu retrato físico já dissemos alguma cousa. Bastará acrescentar que tinha uma bela cabeça, coberta de bastos cabelos castanhos, dous olhos da mesma cor, vivos e observadores; a palidez do rosto fazia realçar o bigode naturalmente encaracolado. Era alto e tinha mãos admiráveis.


Capítulo III

Estêvão Soares visitou Meneses no dia seguinte.
O deputado esperava-o, e recebeu-o como se fosse um amigo velho. Estêvão marcara a hora da visita, que impossibilitava a presença de Meneses na Camara; mas o deputado importou-se pouco com isso: não foi à Camara. Mas teve a delicadeza de o não dizer a Estevão.
Meneses estava no gabinete quando o criado anunciou-lhe a chegada do médico. Foi recebê-lo à porta.
-Pontual como um rei, disse-lhe alegremente.
-Era dever. Lembro-lhe que não me esqueci.
-E agradeço-lho.
Sentaram-se os dous.
-Agradeço-lhe porque eu receava sobretudo que me houvesse compreendido mal; e que os impulsos da minha simpatia não merecessem da sua parte nenhuma consideração...
Estêvão ia protestar:
-Perdão, continuou Meneses, bem vejo que me enganei, e é por isso que lhe agradeço. Eu não sou rapaz; tenho 47 anos; e para a sua idade as relações de um homem como eu já não têm valor.
-A velhice, quando é respeitável, deve ser respeitada; e amadas quando é amável. Mas V. Ex.a não é velho; tem os cabelos apenas grisalhos: pode-se dizer que está na segunda mocidade.
-Parece-lhe isso...
-Parece e é.
-Seja como for, disse Meneses, a verdade é que podemos ser amigos. Quantos anos tem?
-Olhe lá, podia ser meu filho. Tem seus pais vivos?
-Morreram há quatro anos.
-Lembra-me haver dito que era solteiro...
-De maneira que os seus cuidados são todos para a ciência?
-É a minha esposa.
-Sim, a sua esposa intelectual; mas essa não basta a um homem como o senhor. . . Enfim, isso é com o tempo; está ainda moço.
Durante este diálogo, Estevão contemplava e observava Meneses, em cujo rosto batia a claridade que entrava por uma das janelas. Era uma cabeça severa, cheia de cabelos já grisalhos, que lhe caíam em gracioso desalinho. Tinha os olhos negros e um pouco amortecidos; adivinhava-se porém que deviam ter sido vivos e ardentes. As suíças também grisalhas eram como as de lord Palmerston, segundo dizem as gravuras. Não tinha rugas de velhice; tinha uma ruga na testa, entre as sobrancelhas, indício de concentração de espírito, e não vestígio do tempo. A testa era alta, o queixo e as maçãs do rosto um pouco salientes. Adivinhava-se que devia ter sido formoso no tempo da primeira mocidade; e antevia-se já uma velhice imponente e augusta. Sorria de quando em quando; e o sorriso, embora aquele rosto não fosse de um ancião, produzia uma impressão singular; parecia um raio de lua no meio de uma velha ruína. Vi que o sorriso era amável, mas não era alegre.
Todo aquele conjunto impressionava e atraía; Estêvão sentia-se cada vez mais arrastado para aquele homem, que o procurava, e lhe estendia a mão.
A conversa continuou no tom afetuoso com que começara; a primeira entrevista da amizade é o oposto da primeira entrevista do amor; nesta a mudez é a grande eloqüência; naquela inspira-se e ganha-se a confiança, pela exposição franca dos sentimentos e das idéias. Não se falou de política. Estêvão aludiu de passagem às funções de Meneses, mas foi um verdadeiro incidente a que o deputado não prestou
atenção.
No fim de uma hora, Estêvão levantou-se para sair; tinha de ir ver um doente.
-O motivo é sagrado; senão retinha-o.
-Mas eu voltarei outras vezes.
-Sem dúvida alguma, e eu irei vê-lo algumas vezes. Se no fim de quinze dias não se aborrecer... Olhe, venha de tarde; janta algumas vezes comigo; depois da Câmara estou completamente livre.
Estêvão saiu prometendo tudo.
Voltou lá, com efeito, e jantou duas vezes com o deputado, que também visitou Estêvão em casa; foram ao teatro juntos; relacionaram-se intimamente com as famílias conhecidas. No fim de um mês eram dous amigos velhos. Tinham observado reciprocamente o caráter e os sentimentos. Meneses gostava de ver a seriedade do médico e o seu bom senso, estimava-o com as suas intolerâncias, aplaudindo-lhe a generosa ambição que o dominava. Pela sua parte o médico via em Meneses um homem que sabia ligar a austeridade dos anos à amabilidade de cavalheiro, modesto nas suas maneiras, instruído, sentimental. Da misantropia anunciada não encontrou vestígios. É verdade que em algumas ocasiões Meneses parecia mais disposto a ouvir do que a falar; e então o olhar tornava-se-lhe sombrio e parado, como se em vez de ver os objetos exteriores, estivesse contemplando a sua própria consciência. Mas eram rápidos esses momentos, e Meneses voltava logo aos seus modos habituais. "Não é um misantropo, pensava então Estêvão; mas este homem tem um drama dentro de si."
A observação de Estêvão adquiriu certo caráter de verossimilhança quando uma noite em que se achavam no Teatro Lírico, Estêvão chamou a atenção de Meneses para uma mulher vestida de preto que se achava em um camarote da primeira ordem.
-Não conheço aquela mulher, disse Estêvão. Sabe quem é?
Meneses olhou para o camarote indicado, contemplou a mulher por alguns instantes e respondeu:
-Não conheço.
A conversa ficou aí; mas o médico reparou que a mulher duas vezes olhou para Meneses, e este duas vezes para ela, encontrando-se os olhos de ambos. No fim do espetáculo, os dous amigos dirigiram-se pelo corredor do lado em que estivera a mulher de preto. Estêvão teve apenas nova curiosidade, a curiosidade de artista: quis vê-la de perto. Mas a porta do camarote estava fechada. Teria já saído ou não? Era impossível sabê-lo. Meneses passou sem olhar. Ao chegarem ao patamar da escada que dá para o lado da Rua dos Ciganos, pararam os dous porque havia grande afluência de gente. Daí a pouco ouviu-se passo apressado; Meneses voltou o rosto, e dando o braço a Estêvão desceu imediatamente, apesar da dificuldade. Estêvão compreendeu, mas nada viu.
Pela sua parte, Meneses não deu sinal algum.
Apenas se desembaraçaram da multidão, o deputado encetou uma alegre conversa com o médico.
-Que efeito lhe faz, perguntou ele, quando passa no meio de tantas damas elegantes, aquela confusão de sedas e de perfumes?
Estêvão respondeu distraidamente, e Meneses continuou a conversa no mesmo estilo; daí a cinco minutos a aventura do teatro tinha-se-lhe varrido da memória.


Capítulo IV

Um dia Estêvão Soares foi convidado para um baile em casa de um velho amigo de seu pai.
A sociedade era luzida e numerosa; Estêvão, embora vivesse muito arredado, achou ali grande número de conhecidas. Não dançou; viu, conversou, riu um pouco e saiu.
Mas ao entrar levava o coração livre; ao sair trouxe nele uma flecha, para falar a linguagem dos poetas da Arcádia; era a flecha do amor.
Do amor? A falar a verdade não se pode dar este nome ao sentimento experimentado por Estêvão; não era ainda o amor, mas bem pode ser que viesse a sê-lo. Por enquanto era um sentimento de fascinação doce e branda; uma mulher que lá estava produzira nele a impressão que as fadas produziam nos príncipes errantes ou nas princesas perseguidas, segundo nos rezam os contos das velhas. A mulher em questão não era uma virgem; era uma viúva de trinta e quatro anos, bela como o dia, graciosa e terna. Estêvão via-a pela primeira vez; pelo menos não se lembrava daquelas feições. Conversou com ela durante meia hora, e tão encantado ficou com as maneiras, a voz, a beleza de Madalena, que ao chegar à casa não pôde dormir.
Como verdadeiro médico que era, sentia em si os sintomas dessa hipertrofia do coração que se chama amor e procurou combater a enfermidade nascente. Leu algumas páginas de matemáticas, isto é, percorreu-as com os olhos; porque apenas começava a ler o espírito alheava do livro onde apenas ficavam os olhos: o espírito ia ter com a viúva.
O cansaço foi mais feliz que Euclides: sobre a madrugada Estêvão Soares adormeceu. Mas sonhou com a viúva.
Sonhou que a apertava em seus braços, que a cobria de beijos, que era seu esposo perante a Igreja e perante a sociedade.
Quando acordou e lembrou-se do sonho, Estêvão sorriu.
-Casar-me! disse ele. Era o que me faltava. Como poderia eu ser feliz com o espírito receoso e ambicioso que a natureza me deu? Acabemos com isto; nunca mais verei aquela mulher...e boa noite.
Começou a vestir-se.
Trouxeram-lhe o almoço; Estêvão comeu rapidamente, porque era tarde, e saiu para ir ver alguns doentes.
Mas ao passar pela Rua do Conde lembrou-se que Madalena lhe dissera morar ali; mas aonde? A viúva disse-lhe o número; o médico porém estava tão embebido em ouvi-la falar que não o decorou.
Queria e não queria; protestava esquecê-la, e contudo daria o que se lhe pedisse para saber o número da casa naquele momento.
Como ninguém podia dizer-lhe, o rapaz tomou o partido de ir-se embora.
No dia seguinte, porém, teve o cuidado de passar duas vezes pela Rua do Conde a ver se descobria a encantadora viúva. Não descobriu nada; mas quando ia tomar um tílburi e voltar para casa encontrou o amigo de seu pai em cuja casa encontrara Madalena.
Estêvão já tinha pensado nele; mas imediatamente tirou dali o pensamento, porque ir perguntar-lhe onde morava a viúva era uma cousa que podia traílo. Estêvão já empregava o verbo trair.
O homem em questão, depois de cumprimentar ao médico, e trocar com ele algumas palavras, disse-lhe que ia à casa de Madalena, e despediu-se. Estêvão estremeceu de satisfação. Acompanhou de longe o amigo e viu-o entrar em uma casa. "É ali" pensou ele. E afastou-se rapidamente.
Quando entrou em casa achou uma carta para ele; a letra, que Ihe era desconhecida, estava traçada com elegância e cuidado: a carta recendia de sândalo. O médico rompeu o lacre. A carta dizia assim: “Amanhã toma-se chá em minha casa. Se quiser vir passar algumas horas conosco dar-nos-á sumo prazer”. Madalena C...
Estêvão leu e releu o bilhete; teve idéia de levá-lo aos lábios, mas envergonhado diante de si próprio por uma idéia que lhe parecia de fraqueza, cheirou simplesmente o bilhete e meteu-o no bolso.
Estêvão era um pouco fatalista.
"Se eu não fosse àquele baile não conhecia esta mulher, não andava agora com estes cuidados, e tinha conjurado uma desgraça ou uma felicidade, porque ambas as cousas podem nascer deste encontro fortuito. Que será? Eis-me na dúvida de Hamleto. Devo ir à casa dela? A cortesia pede que vá. Devo ir; mas irei encouraçado contra tudo. É preciso romper com estas idéias, e continuar a vida tranqüila que tenho tido."
Estava nisto quando Meneses lhe entrou por casa. Vinha buscá-lo para jantar. Estêvão saiu com o deputado. Em caminho fez-lhe perguntas curiosas. Por exemplo:
-Acredita no destino, meu amigo? Pensa que há um deus do bem e um deus do mal, em conflito travado sobre a vida do homem?
-O destino é a vontade, respondia Meneses; cada homem faz o seu destino.
-Mas enfim nós temos pressentimentos... Às vezes adivinhamos acontecimentos em que não tomamos parte; não lhe parece que é um deus benfazejo que no-los segreda?
-Fala como um pagão; eu não creio em nada disso. Creio que tenho o estômago vazio, e o que melhor podemos fazer é jantar aqui mesmo no Hotel de Europa em vez de ir à Rua do Lavradio.
Subiram ao Hotel de Europa.
Ali haviam vários deputados que conversavam de política, e os quais se reuniram a Meneses. Estêvão ouvia e respondia, sem esquecer nunca a viúva, a carta e o sândalo.
Assim, pois, davam-se contrastes singulares entre a conversa geral e o pensamento de Estêvão.
Dizia por exemplo um deputado:
-O governo é reator; as províncias não podem mais suportá-lo. Os princípios estão todos preteridos, na minha província foram demitidos alguns subdelegados pela circunstância única de serem meus parentes; meu cunhado, que era diretor das rendas, foi posto fora do lugar, e este deu-se a um peralta contraparente dos Valadares. Eu confesso que vou romper amanhã a oposição.
Estêvão olhava para o deputado; mas no interior estava dizendo isto:
"Com efeito, Madalena é bela, é admiravelmente bela. Tem uns olhos de matar. Os cabelos são lindíssimos: tudo nela é fascinador. Se pudesse ser minha mulher, eu seria feliz; mas quem sabe?. . . Contudo sinto que vou amá-la. Já é irresistível; é preciso amá-la; e ela? que quer dizer aquele convite? Amar-me-á?"
Estêvão embebera-se tanto nesta contemplação ideal, que, acontecendo perguntar-lhe um deputado se não achava a situação negra e carrancuda, Estêvão entregue ao seu pensamento respondeu:
-É lindíssima !
-Ah! disse o deputado, vejo que o senhor é ministerialista.
Estêvão sorriu; mas Meneses franziu o sobrolho.
Compreendera tudo.


Capítulo V

Quando saíram, o deputado disse ao médico:
-Meu amigo, você é desleal comigo...
-Por quê? perguntou Estêvão meio sério e meio risonho, não compreendendo a observação do deputado.
-Sim, continuou Meneses; você esconde-me um segredo...
-Eu?
-É verdade: e um segredo de amor.
-Ah!. .. disse Estêvão; por que diz isso?
-Reparei há pouco que, ao passo que os mais conversavam em política, você pensava em uma mulher, e mulher... lindíssima...
Estêvão compreendeu que estava descoberto; não negou.
-É verdade, pensava em uma mulher.
-E eu serei o último a saber?
-Mas saber o quê? Não há amor, não há nada. Encontrei uma mulher que me impressionou e ainda agora me preocupa; mas é bem possível que não passe disto. Aí está. Éum capítulo interrompido; um romance que fica na primeira página. Eu lhe digo: há de me ser difícil amar.
-Por quê?
-Eu sei? custa-me a crer no amor.
Meneses olhou fixamente para Estêvão, sorriu, abanou a cabeça e disse:
-Olhe, deixe a descrença para os que já sofreram as decepções; o senhor está moço, não conhece ainda nada desse sentimento. Na sua idade ninguém é céptico... Demais, se a mulher é bonita, eu aposto que daqui a pouco há de dizer-me o contrário.
-Pode ser... respondeu Estêvão.
E ao mesmo tempo entrou a pensar nas palavras de Meneses, palavras que ele comparava ao episódio do Teatro Lírico.
Entretanto, Estêvão foi ao convite de Madalena. Preparou-se e perfumou-se como se fosse falar a uma noiva. Que sairia daquele encontro? Viria de lá livre ou cativo? Já seria amado? Estêvão não deixou de pensá-lo; aquele convite parecia-lhe uma prova irrecusável. O médico entrando num tílburi começou a formar vários castelos no ar.
Enfim chegou à casa.


Capítulo VI

Madalena estava na sala acompanhada de um filho. Ninguém mais. Eram nove horas e meia.
-Viria eu cedo demais? perguntou ele à dona da casa.
-O senhor nunca vem cedo.
Estêvão inclinou-se.
Madalena continuou:
-Se me acha só, é porque, tendo enfermado um pouco, mandei desavisar as poucas pessoas que eu havia convidado.
-Ah! mas eu não recebi...
-Naturalmente; eu não lhe mandei dizer nada. Era a primeira vez que o convidava; não queria por modo algum arredar de casa um homem tão distinto.
Estas palavras de Madalena não valiam cousa alguma, nem mesmo como desculpa, porque a desculpa é fraquíssima. Estêvão compreendeu logo que havia algum motivo oculto. Seria o amor?
Estêvão pensou que era, e doeu-se, porque, apesar de tudo, sonhara uma paixão mais reservada e menos precipitada. Não queria, embora lhe agradasse, ser objeto daquela preferência; e mais que tudo achava-se embaraçadíssimo diante de uma mulher a quem começava a amar, e que talvez o amasse. Que lhe diria? Era a primeira vez que o médico achava-se em tais apuros. Há toda a razão para supor que Estêvão naquele momento preferia estar cem léguas distante, e contudo, longe que estivesse pensaria nela.
Madalena era excessivamente bela, embora mostrasse no rosto sinais de longo sofrimento. Era alta, cheia, tinha um belíssimo colo, magníficos braços, olhos castanhos e grandes, boca feita para ninho de amores. Naquele momento trajava um vestido preto. A cor preta ia-lhe muito bem.
Estêvão contemplava aquela figura com amor e adoração; ouvia-a falar e sentia-se encantado e dominado por um sentimento que não podia explicar. Era um misto de amor e de receio.
Madalena mostrou-se delicada e solícita. Falou no merecimento do rapaz e na sua nascente reputação, e instou com ele para que fosse algumas vezes visitá-la.
Às 10 horas e meia serviu-se o chá na sala. Estêvão conservou-se lá até às 11 horas.
Chegando à rua o médico estava completamente namorado. Madalena tinha o atado no seu carro, e o pobre rapaz nem vontade tinha de quebrar o jugo. Caminhando para casa ia ele formando projetos: via-se casado com ela, amado e amante, causando inveja a todos, e mais que tudo feliz no seu interior.
Quando chegou à casa, lembrou-se de escrever uma carta que mandaria no dia seguinte a Meneses. Escreveu cinco e rasgou-as todas.
Afinal redigiu um simples bilhete nestes termos:

Meu amigo.
Você tem razão; na minha idade crê-se; eu creio e amo. Nunca o pensei; mas é verdade. Amo... Quer saber a quem? Hei de apresentá-lo em casa dela. Há de achá-la bonita. . . Se o é. . .!
A carta dizia muitas cousas mais; era tudo, porém, uma glosa do mesmo mote.Estêvão voltou à casa de Madalena e as suas visitas começaram a ser regulares e assíduas.
A viúva usava para com ele de tanta solicitude que não era possível duvidar do sentimento que a dirigia. Pelo menos Estêvão assim o pensava. Achavase quase sempre só, e deliciava-se em ouvi-la. A intimidade começou a estabelecer-se.
Logo na segunda visita, Estêvão falou-lhe em Meneses pedindo licença para apresentá-lo. A viúva disse que teria muito prazer em receber amigos de Estêvão; mas pedia-lhe que adiasse a apresentação. Todos os pedidos e todas as razões de Madalena eram dignas para o médico; não disse mais nada.
Como era natural, ao passo que as visitas à viúva eram mais assíduas, as visitas ao amigo eram mais raras.
Meneses não se queixou; compreendeu, e disse-o ao rapaz.
-Não se desculpe, acrescentou o deputado; é natural; a amizade deve ceder o passo ao amor. O que eu quero é que seja feliz.
Um dia Estêvão pediu ao amigo que lhe contasse o motivo que o tinha feito descrer do amor, e se algum grande infortúnio lhe havia acontecido.
-Nada me aconteceu, disse Meneses.
Mas ao mesmo tempo, compreendendo que o médico merecia-lhe toda a confiança, e podia não acreditá-lo absolutamente, disse:
-Por que negá-lo? Sim, aconteceu-me um grande infortúnio; amei também, mas não encontrei no amor as doçuras e a dignidade do sentimento; enfim, é um drama íntimo de que não quero falar: limite-se a pateá-lo.


Capítulo VII

-Quando quiser que eu lhe apresente o meu amigo Meneses... dizia Estêvão
uma noite à viúva Madalena.
-Ah! é verdade; um dia destes. Vejo que o senhor é amigo dele.
-Somos amigos íntimos.
-Verdadeiros?
-Verdadeiros.
Madalena sorriu; e como estava brincando com os cabelos do filho deu-lhe um beijo na testa.
A criança riu alegremente e abraçou a mãe.
A idéia de vir a ser pai honorário do pequeno apresentou-se ao espírito de Estêvão. Contemplou-o, chamou por ele, acariciou-o e deu-lhe um beijo no mesmo lugar em que pousaram os lábios de Madalena.
Estêvão tocava piano, e às vezes executava algum pedaço de música a pedido de Madalena.
Nessas e noutras distrações lá passavam as horas. O amor não adiantava um passo. Podiam ser ambos.duas crateras prestes a rebentar a lava; mas até então não davam o menor sinal de si.
Esta situação incomodava o rapaz, acanhava-o, e fazia-o sofrer; mas quando ele pensava em dar um ataque decisivo, era exatamente quando se mostrava mais cobarde e poltrão Era o primeiro amor do rapaz: ele nem conhecia as palavras próprias desse sentimento.
Um dia resolveu escrever à viúva.
"É melhor, pensava ele; uma carta é eloqüente e tem a grande vantagem de
deixar a gente longe."
Entrou para o gabinete e começou uma carta. Gastou nisso uma hora; cada frase ocupava-lhe muito tempo. Estêvão queria fugir à hipótese de ser classificado como tolo ou como sensual. Queria que a carta não respirasse sentimentos frívolos nem maus; queria revelar-se puro como era.
Mas de que não dependem às vezes os acontecimentos? Estêvão estava relendo e emendando a carta quando lhe entrou por casa um rapazola que tinha intimidade com ele. Chamava-se Oliveira e passava por ser o primeiro janota do Rio de Janeiro.
Entrou com um rolo de papel na mão.
Estêvão escondeu rapidamente a carta.
-Adeus, Estêvão! disse o recém-chegado. Estavas escrevendo algum libelo ou carta de namoro?
-Nem uma nem outra cousa, respondeu Estêvão secamente.
-Dou-te uma notícia.
-Que é?
-Entrei na literatura.
-Ah!
-É verdade, evenho ler-te a primeira comédia.
-Deus me livre! disse Estêvão levantando-se.
-Hás de ouvir, meu amigo; ao menos algumas cenas; dar-se-á caso que não me protejas nas letras? Anda cá; ao menos duas cenas. Sim? É pouca cousa. Estêvão sentou-se.
O dramaturgo continuou:
-Talvez prefiras ouvir a minha tragédia intitulada --O Punhal de Bruto...
-Não, não; prefiro a comédia: é menos sanguinária. Vamos lá.
O Oliveira abriu o rolo, arranjou as folhas, tossiu e começou a ler o que se segue, com voz pausada e fanhosa:

CENA I
CÉSAR (entrando pela direita); JOÃO (pela esquerda)
C É S A R — Fechada! A sinhá já se levantou?
J O Ã O — Já, sim senhor; mas está incomodada.
C É S A R — O que tem?
J O Ã O — Tem... está mcomodada.
CÉSAR— Jásei.(Consigo) "Os incômodos do Costume". (A João) Qual é então o remédio hoje?
JOÃO — O remédio? (Depois de uma pausa) Não sei.
C É S A R — Está bom, vai-te!

CENA II
CÉSAR, FREITAS (pela direita)
C É S A R — Bomdia. Sr. procurador . . .
FREITAS — De causas perdidas. Só me ocupo em procurar as perdidas. Procurar o que se
não perdeu é tolice. A minha constituinte?
C É S A R — Disse-me o João que está incomodada.
FREITAS — Mesmo para V, S.a?
CÉSAR — (Sentando-se) Mesmo para mim. Por que me olha com esse olhar? Tem inveja?
FREITAS — Não é inveja, é admiração! De ordinário ninguém corresponde ao nome que recebeu na pia; mas o Sr. César, benza-o Deus, não desmente que traz um nome significativo, e trata de ser nas págmas amorosas o que foi o outro nas batalhas campais.
CÉSAR — Pois também os procuradores dizem cousas destas?
FREITAS — De vez em quando. (Indo sentar-se) V. S.a admira-se?
CÉSAR — (Tirando charutos) Como não é de costume... quer um charuto?
FREITAS — Obrigado... Eu tomo rapé. (Tira a boceta) Quer uma pitada?
C É S A R — Obrigado.
FREITAS — (Sentando-se) Pois a causa da minha constituinte vai às mil maravilhas. A parte contrária requereu assinação de dez dias, mas eu vou...
CÉSAR — Está bom, Sr. Freitas, eu dispenso o resto; ou então não me fale linguagem do foro. Em resumo, ela vence?
FREITAS — Está claro. Tratando provar que...
C É S A R — Vence, é quanto basta.
FREITAS — Pudera não vencer! Pois se eu ando nisto...
C É S. A R — Tanto melhor!
FREITAS — Ainda não me lembro de ter perdido uma só causa: isto é, já perdi uma, mas é porque nas vésperas de ganhar disse-me o constituinte que desejava perdê-la. Dito e feito. Provei o contrário do que já tinha provado, e perdi... ou antes, ganhei, porque perder assim é ganhar.
CÉSAR — É a fênix dos procuradores.
FREITAS — (Modestamente) São os seus bons olhos...
C É S. A R — Mas a consciência?
FREITAS — Quem é a consciência?
CÉSAR — A consciência, a sua consciência?
FREITAS — A minha consciência? Ah! essa também ganha.
C É S. A R — (Levantando-se) Ah! também? . . .
FREITAS — (O mesmo) Tem V. S.a alguma demandazinha?
CÉSAR — Não, não, não tenho; mas, quando tiver, fique descansado, vou bater à sua porta...
FREITAS — Sempre às ordens de V.S.a.

Capítulo VIII

Estêvão interrompeu violentamente a leitura, o que desgostou bastante ao poeta novel. O pobre candidato às musas mal pôde balbuciar uma súplica; Estêvão mostrou-se surdo, e o mais que lhe concedeu foi ficar com a comédia para lê-la depois.
Oliveira contentou-se com isso; mas não se retirou sem recitar-lhe de cor uma fala do protagonista da tragédia, em versos duros e compridos, dandolhe por quebra uma estrofe de uma poesia lírica, no estilo do Djinns de Vítor Hugo. Enfim saiu. Entretanto havia passado o tempo.
Estêvão releu a carta e quis ainda mandá-la; mas a interrupção do poeta fora proveitosa; relendo a carta, Estêvão achou-a fria e nula; a linguagem era ardente, mas não lhe correspondia ao fogo do coração.
-É inútil, disse ele rasgando a carta em mil pedaços, a língua humana há de ser sempre impotente para exprimir certos afetos da alma; tudo aquilo era frio e diferente do que sinto. Estou condenado a não dizer nada ou a dizer mal. Ao pé dela não tenho forças, sinto-me fraco...
Estêvão parou diante da janela que dava para a rua, no momento em que passava um antigo colega dele, com a mulher de braço, a mulher que era bonita, e com quem se casara um mês antes. Os dous iam alegres e felizes.
Estêvão contemplou aquele quadro com adoração e tristeza. O casamento já não era para ele aquele impossível de que falava quando apenas tinha idéias e não sentimentos. Agora era uma ventura realizável.
O casal que passara dera-lhe nova força.
-É preciso acabar com isto, dizia ele; eu não posso deixar de ir àquela mulher e dizer-lhe que a amo, que a adoro, que desejo ser seu marido. Ela amar-me-á, se já me não ama: sim, ama-me...
E começou a vestir-se.
Quando calçava as luvas e lançava um olhar para o relógio, o criado trouxe-lhe uma carta. Era de Madalena.
Espero, meu caro doutor, que não deixe de vir hoje; esperei-o ontem em vão. Desejo falarlhe.
Estêvão acabou de ler este bilhete na escada, com tal pressa descia e tal urgência tinha de achar-se em casa da viúva.
O que ele não queria era perder aquele assomo de coragem. Partiu. Quando chegou à casa de Madalena achava-se esta à janela. Recebeu-o com a costumada afabilidade. Estêvão desculpou-se como pôde por não ter podido vir na véspera, acrescentando que só com desgosto do seu coração havia faltado. Que melhor ocasião do que era essa para lançar a bomba de uma declaração franca e apaixonada? Estêvão hesitou alguns segundos; mas tomando ânimo, ia continuar o período, quando a viúva lhe disse:
-Estava ansiosa por vê-lo para comunicar-lhe uma cousa de certa importância, e que só a um homem de honra, como o senhor, se pode confiar.
Estêvão empalideceu.
-Sabe onde foi que eu o vi pela primeira vez?
-No baile de ***.
-Não; foi antes disso; foi no Teatro Lírico.
-Ah! -Lá o vi com o seu amigo Meneses.
-Fomos algumas vezes lá!
Madalena entrou então em uma longa exposição, que o rapaz ouviu sem pestanejar, mas pálido e agitado por comoções íntimas. As últimas palavras da viúva foram estas:
-Bem vê, senhor; cousas destas só uma grande alma pode ouvi-las. As pequenas não as compreendem. Se lhe mereço alguma cousa, e se esta confiança pode ser paga com um benefício, peço-lhe que faça o que lhe pedi.
O médico passou a mão pelos olhos, e apenas murmurou:
-Mas...
Neste momento entrava na sala o filhinho de Madalena; a viúva levantou-se e trouxe-o pela mão até o lugar onde se achava Estêvão Soares.
-Se não por mim, disse ela, ao menos por esta criança inocente!
A criança, sem nada compreender, atirou-se aos braços de Estêvão.
O moço deu-lhe um beijo na testa, e disse para a viúva:
-Se hesitei não foi porque duvidasse do que a senhora acaba de contar-me; foi porque a missão é espinhosa; mas prometo que hei de cumpri-la.


Capítulo IX

Estêvão saiu da casa da viúva agitado por diversos sentimentos, com passo trêmulo e a vista turva. A conversa com a viúva fora um longo combate; a última promessa foi um golpe decisivo e mortal. Estêvão saía dali como um homem que acabava de matar as suas esperanças em flor; caminhava ao acaso, precisava de ar e queria meter-se em um quarto sombrio; quisera ao mesmo tempo estar solitário e no meio de imensa multidão.
No caminho encontrou Oliveira, o poeta novel.
Lembrou-se que a leitura da comédia impedira a remessa da carta, e portanto poupou-lhe um tristíssimo desengano.
Estêvão involuntariamente abraçou o poeta com toda a efusão d'alma.
Oliveira correspondeu ao abraço, e quando pôde desligar-se do médico, disse-lhe:
-Obrigado, meu amigo; estas manifestações são muito honrosas para mim; sempre te conheci como um perfeito juiz literário, e a prova que acabas de dar-me é uma consolação e uma animação; consola-me do que tenho sofrido, anima-me para novos cometimentos. Se Torquato Tasso. . .
Diante desta ameaça de discurso, e sobretudo vendo a interpretação do seu abraço, Estêvão resolveu-se a continuar caminho abandonando o poeta.
-Adeus, tenho pressa.
-Adeus, obrigado! Estêvão chegou à casa e atirou-se à cama. Ninguém o soube nunca, só as paredes do quarto foram testemunhas; mas a verdade é que Estêvão chorou lágrimas amargas.
Enfim que lhe dissera Madalena e que exigira dele?
A viúva não era viúva; era mulher de Meneses; viera do Norte meses antes do marido, que só veio como deputado; Meneses, que a amava doudamente, e que era amado com igual delírio, acusava-a de infidelidade; uma carta e um retrato eram os indícios; ela negou, mas explicou-se mal; o marido separou-se e mandou-a para o Rio de Janeiro.
Madalena aceitou a situação com resignação e coragem: não murmurou nem pediu, cumpriu a ordem do marido.
Todavia Madalena não era criminosa; o seu crime era uma aparência; estava condenada por fidelidade de honra. A carta e o retrato não lhe pertenciam; eram apenas um depósito imprudente e fatal. Madalena podia dizer tudo, mas era trair uma promessa; não quis; preferiu que a tempestade doméstica caísse unicamente sobre ela.
Agora, porém, a necessidade do segredo expirara; Madalena recebeu do Norte uma carta em que a amiga, no leito da morte, pedia que inutilizasse a carta e o retrato, ou os restituísse ao homem que lhos dera. Esta carta era uma justificação.
Madalena podia mandar a carta ao marido, ou pedir-lhe uma entrevista; mas receava tudo; sabia que seria inútil, porque Meneses era extremamente severo.
Vira o médico uma noite no teatro em companhia de seu marido; indagara e soube que eram amigos; pedia-lhe pois que fosse mediador entre os dous, que a salvasse e que reconstruísse uma família.
Não era pois somente o amor de Estêvão que sofria; era também o seu amor próprio. Estêvão facilmente compreendeu que não fora atraído àquela casa para outra cousa. É verdade que a carta só chegara na véspera; mas a carta apenas vinha apressar a resolução. Naturalmente Madalena pedir-lhe-ia, sem haver carta, algum serviço análogo àquele.
Se se tratasse de qualquer outro homem, Estêvão recusaria o serviço que lhe pedia a viúva, mas tratava-se do seu amigo, de um homem a quem ele devia estima e serviços de amizade.
Aceitou, pois, a cruel missão.
-Cumpra-se o destino, disse ele; hei de ir lançar a mulher que amo aos braços de outro; e por desgraça maior, em vez de gozar com este restabelecimento de concórdia doméstica, vejo-me na dura situação de amar a mulher do meu amigo, isto é, de fugir para longe . . .
Estêvão não saiu mais de casa nesse dia.
Quis escrever ao deputado contando-lhe tudo; mas pensou que o melhor era falar-lhe de viva voz. Embora lhe custasse mais, era de mais efeito para o desempenho da sua promessa.
Adiou, porém, para o dia seguinte, ou antes para o mesmo dia, porque a noite não lhe interrompeu o tempo, visto que Estêvão não dormiu um minuto sequer.


Capítulo X

Levantou-se da cama o pobre namorado sem ter conseguido dormir. Vinha nascendo o sol. Quis ler os jornais e pediu-os. Já os ia pondo de lado, por haver acabado de ler, quando repentinamente viu o seu nome impresso no Jornal do Comércio. Era um artigo a pedido com o título de "Uma Obra-Prima." Dizia o artigo: Temos o prazer de anunciar ao país o próximo aparecimento de uma excelente comédia, estréia de um jovem literato fluminense, de nome Antônio Carlos de Oliveira. Este robusto talento, por muito tempo incógnito, vai enfim entrar nos mares da publicidade, e para isso procurou logo ensaiar-se em uma obra de certo vulto. Consta-nos que o autor, solicitado por seus numerosos amigos, leu há dias a comédia em casa do Sr. Dr. Estêvão Soares, diante de um luzido auditório, que aplaudiu muito e profetizou no Sr. Oliveira um futuro Shakespeare.
O Sr. Dr. Estêvão Soares levou a sua amabilidade a ponto de pedir a comédia para ler segunda vez, e ontem ao encontrar-se na rua com o Sr. Oliveira, de tal entusiasmo vinha possuído que o abraçou estreitamente, com grande pasmo dos numerosos transeuntes. Da parte de um juiz tão competente em matérias literárias este ato é honroso para o Sr. Oliveira.
Estamos ansiosos por ler a peça do Sr. Oliveira, e ficamos certos de que ela fará fortuna de qualquer teatro.

O AMIGO DAS LETRAS.
Estêvão, apesar dos sentimentos que o agitavam então, enfureceu-se com o artigo que acabava de ler. Não havia dúvida que o autor dele era o próprio autor da comédia. O abraço da véspera fora mal interpretado, e o poetastro aproveitava-o em seu favor. Se ao menos não falasse no nome de Estêvão, este poderia desculpar a vaidadezinha do escritor. Mas o nome ali estava como cúmplice da obra.
Pondo de lado o Jornal do Comércio, Estêvão lembrou-se de protestar, e ia já escrever um artigo quando recebeu uma cartinha de Oliveira. Dizia a carta:

Meu Estêvão.
Lembrou-se um amigo meu de escrever alguma cousa a propósito da minha peça. Expliquei-lhe como se dera a leitura em tua casa, e disse-lhe como é que, apesar do vivo desejo que tinhas de ouvir lê-la, interrompeste-me para ir cuidar de um doente. Apesar de tudo isto, o meu referido amigo contou hoje no Jornal do Comércio a história alterando um pouco a verdade. Desculpa-o; é a linguagem da amizade e da benevolência. Ontem entrei para casa tão orgulhoso com o teu abraço que escrevi uma ode, e assim manifestou-se em mim a veia lírica, depois da cômica e da trágica. Aí te mando o rascunho; se não prestar, rasga-a.
A carta tinha, por engano, a data da véspera. A ode era muito comprida; Estêvão nem a leu, atirou-a para um canto. A ode começava assim:

Sai do teu monte, ó musa!
Vem inspirar a lira do poeta;
Enche de luz a minha fronte ousada,

E mandemos aos evos,
Nas asas de uma estrofe igente e altíssona,
Do caro amigo o animador abraço!

Não canto os altos feitos
De Aquiles, nem traduzo os sons tremendos
Dos rufos marciais enchendo os campos!

Outro assunto me inspira.
Não canto a espada que dá morte e campa;
Canto o abraço que dá vida e glória!


Capítulo XI

Como havia prometido, Estêvão foi logo procurar o deputado Meneses. Em vez de ir direito ao fim, quis antes sondá-lo a respeito do seu passado. Era a primeira vez que o moço tocava em tal. Meneses não desconfiou, mas estranhou; mas tal confiança tinha nele que não recusou nada.
-Sempre imaginei, dissera-lhe Estêvão, que há na sua vida um drama. E talvez engano meu, mas a verdade é que ainda não perdi a idéia.
-Há, com efeito, um drama; mas um drama pateado. Não sorria; é assim. Que supõe então?
-Não suponho nada. Imagino que...
-Pede dramas a um homem político?
-Por que não?
-Eu lhe digo. Sou político e não sou. Não entrei na vida pública por vocação; entrei como se entra em uma sepultura: para dormir melhor. Por que o fiz? A razão é o drama de que me fala.
-Uma mulher, talvez...
-Sim, uma mulher.
-Talvez mesmo, disse Estêvão procurando sorrir, talvez uma esposa.
Meneses estremeceu e olhou para o amigo, espantado e desconfiado.
-Quem lho disse?
-Pergunto.
-Uma esposa, sim; mas não lhe direi mais nada. É a primeira pessoa que ouve tanta cousa de mim. Deixemos o passado que morreu: parce sepultis.
-Conforme, disse Estêvão; e se eu pertencer a uma seita filosófica que pretenda ressuscitar os mortos, mesmo quando é um passado...
-As suas palavras, ou querem dizer muito, ou nada. Qual é a sua intenção?
-A minha intenção não é ressuscitar o passado unicamente; é repará-lo, é restaurá-lo em todo o seu esplendor, com toda a legitimidade do seu direito; o meu fim é dizer-lhe, meu caro amigo, que a mulher condenada é uma mulher inocente. Ouvindo estas palavras Meneses deu um pequeno grito.
Depois levantando-se com rapidez pediu a Estêvão que lhe dissesse o que sabia e como sabia. Estêvão referiu tudo.
Quando concluiu a sua narração, o deputado abanou a cabeça com aquele último sintoma de incredulidade que é ainda um eco das grandes catástrofes domésticas. Mas Estêvão ia armado contra as objeções do marido. Protestou energicamente pela defesa da mulher; instou pelo cumprimento do dever. A última resposta de Meneses foi esta:
-Meu caro Estêvão, a mulher de César nem deve ser suspeitada. Acredito em tudo; mas o que está feito, está feito.
-O princípio é cruel, meu amigo.
-É fatal.
Estêvão saiu.
Ficando só, Meneses caiu em profunda meditação; ele acreditava em tudo, e amava a mulher; mas não acreditava que os belos dias pudessem voltar. Recusando, pensava ele, era ficar no túmulo em que tivera tão brando sono. Estêvão, porém, não desanimou. Quando entrou em casa, escreveu uma longa carta ao deputado exortando-o a que restaurasse a família um momento separada e desfeita. Estêvão era eloqüente; o coração de Meneses com pouco se contentava.
Enfim, nesta missão diplomática, o médico houve-se com suprema habilidade. No fim de alguns dias dissipara-se a nuvem do passado, e o casal reunira-se. Como?
Madalena soube das disposições de Meneses e recebeu o anúncio de uma visita de seu marido. Quando o deputado preparava-se para sair, vieram dizer-lhe que uma senhora o procurava.
A senhora era Madalena.
Meneses nem quis abraçá-la; ajoelhou-se-lhe aos pés.
Tudo estava esquecido.
Quiseram celebrar a reconciliação, e Estêvão foi convidado para lá passar o dia em companhia dos seus amigos, que lhe deviam a felicidade. Estêvão não foi. Mas no dia seguinte Meneses recebeu este bilhete:
Desculpe, meu amigo, se não vou despedir-me pessoalmente. Sou obrigado a partir repentinamente para Minas. Voltarei daqui a alguns meses. Estimo que sejam felizes, e espero que não se esqueçam de mim.
Meneses foi apressadamente à casa de Estêvão, e ainda o achou preparando as malas. Achou singular a viagem, e mais singular o bilhete; mas o médico não revelou por modo nenhum o verdadeiro motivo da sua partida.
Quando Meneses voltou, comunicou à mulher as suas impressões; e perguntou se ela compreendia aquilo.
-Não, respondeu Madalena.
Mas tinha compreendido enfim.
"Nobre alma!" disse ela consigo.
Nada disse ao marido; nisso mostrava-se esposa solícita pela tranqüilidade conjugal; mas mostrava-se sobretudo mulher.
Meneses não foi à Camara durante muitos dias, e no primeiro paquete seguiu para o Norte. A ausência transtornou algumas votações, e a sua partida logrou muitos cálculos. Mas o homem tem o direito de procurar a sua felicidade e a felicidade de Meneses era independente da política.

FIM




A Mulher de Preto, de Machado de Assis
Fonte:
ASSIS, Machado de. Obra Completa. Rio de Janeiro : Nova Aguilar 1994. v. II.
Texto proveniente de:
A Biblioteca Virtual do Estudante Brasileiro
A Escola do Futuro da Universidade de São Paulo. Permitido o uso apenas para fins educacionais.
Texto-base digitalizado por: Núcleo de Pesquisas em Informática, Literatura e Lingüística (http://www.cce.ufsc.br/~nupill/literatura/literat.html)
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sábado, 17 de outubro de 2009

A Cartomante

Machado de Assis





HAMLET observa a Horácio que há mais cousas no céu e na terra do que sonha a nossa filosofia. Era a mesma explicação que dava a bela Rita ao moço Camilo, numa sexta-feira de novembro de 1869, quando este ria dela, por ter ido na véspera consultar uma cartomante; a diferença é que o fazia por outras palavras.
— Ria, ria. Os homens são assim; não acreditam em nada. Pois saiba que fui, e que ela adivinhou o motivo da consulta, antes mesmo que eu lhe dissesse o que era. Apenas começou a botar as cartas, disse-me: "A senhora gosta de uma pessoa..." Confessei que sim, e então ela continuou a botar as cartas, combinou-as, e no fim declarou-me que eu tinha medo de que você me esquecesse, mas que não era verdade...
— Errou! interrompeu Camilo, rindo.
— Não diga isso, Camilo. Se você soubesse como eu tenho andado, por sua causa. Você sabe; já lhe disse. Não ria de mim, não ria...
Camilo pegou-lhe nas mãos, e olhou para ela sério e fixo. Jurou que lhe queria muito, que os seus sustos pareciam de criança; em todo o caso, quando tivesse algum receio, a melhor cartomante era ele mesmo. Depois, repreendeu-a; disse-lhe que era imprudente andar por essas casas. Vilela podia sabê-lo, e depois...
— Qual saber! tive muita cautela, ao entrar na casa.
— Onde é a casa?
— Aqui perto, na Rua da Guarda Velha; não passava ninguém nessa ocasião. Descansa; eu não sou maluca.
Camilo riu outra vez:
— Tu crês deveras nessas cousas? perguntou-lhe.
Foi então que ela, sem saber que traduzia Hamlet em vulgar, disse-lhe que havia muita cousa misteriosa e verdadeira neste mundo. Se ele não acreditava, paciência; mas o certo é que a cartomante adivinhara tudo. Que mais? A prova é que ela agora estava tranqüila e satisfeita.
Cuido que ele ia falar, mas reprimiu-se. Não queria arrancar-lhe as ilusões. Também ele, em criança, e ainda depois, foi supersticioso, teve um arsenal inteiro de crendices, que a mãe lhe incutiu e que aos vinte anos desapareceram. No dia em que deixou cair toda essa vegetação parasita, e ficou só o tronco da religião, ele, como tivesse recebido da mãe ambos os ensinos, envolveu-os na mesma dúvida, e logo depois em uma só negação total. Camilo não acreditava em nada. Por quê? Não poderia dizê-lo, não
possuía um só argumento: limitava-se a negar tudo. E digo mal, porque negar é ainda afirmar, e ele não formulava a incredulidade; diante do mistério, contentou-se em levantar os ombros, e foi andando.
Separaram-se contentes, ele ainda mais que ela. Rita estava certa de ser amada; Camilo, não só o estava, mas via-a estremecer e arriscar-se por ele, correr às cartomantes, e, por mais que a repreendesse, não podia deixar de sentir-se lisonjeado. A casa do encontro era na antiga Rua dos Barbonos, onde morava uma comprovinciana de Rita. Esta desceu pela Rua das Mangueiras, na direção de Botafogo, onde residia; Camilo desceu pela da Guarda Velha, olhando de passagcm para a casa da cartomante.
Vilela, Camilo e Rita, três nomes, uma aventura e nenhuma explicação das origens. Vamos a ela. Os dois primeiros eram amigos de infância. Vilela seguiu a carreira de magistrado. Camilo entrou no funcionalismo, contra a vontade do pai, que queria vê-lo médico; mas o pai morreu, e Camilo preferiu não ser nada, até que a mãe lhe arranjou um emprego público. No princípio de 1869, voltou Vilela da província, onde casara com uma dama formosa e tonta; abandonou a magistratura e veio abrir banca de advogado.
Camilo arranjou-lhe casa para os lados de Botafogo, e foi a bordo recebê-lo.
— É o senhor? exclamou Rita, estendendo-lhe a mão. Não imagina como meu marido é seu amigo, falava sempre do senhor.
Camilo e Vilela olharam-se com ternura. Eram amigos deveras.
Depois, Camilo confessou de si para si que a mulher do Vilela não desmentia as cartas do marido. Realmente, era graciosa e viva nos gestos, olhos cálidos, boca fina e interrogativa. Era um pouco mais velha que ambos: contava trinta anos, Vilela vinte e nove e Camilo vinte e seis. Entretanto, o porte grave de Vilela fazia-o parecer mais velho que a mulher, enquanto Camilo era um ingênuo na vida moral e prática. Faltava-lhe tanto a ação do tempo, como os óculos de cristal, que a natureza põe no berço de alguns para adiantar os anos. Nem experiência, nem intuição.
Uniram-se os três. Convivência trouxe intimidade. Pouco depois morreu a mãe de Camilo, e nesse desastre, que o foi, os dois mostraram-se grandes amigos dele. Vilela cuidou do enterro, dos sufrágios e do inventário; Rita tratou especialmente do coração, e ninguém o faria melhor.
Como daí chegaram ao amor, não o soube ele nunca. A verdade é que gostava de passar as horas ao lado dela, era a sua enfermeira moral, quase uma irmã, mas principalmente era mulher e bonita. Odor di femmina: eis o que ele aspirava nela, e em volta dela, para incorporá-lo em si próprio. Liam os mesmos livros, iam juntos a teatros e passeios. Camilo ensinou-lhe as damas e o xadrez e jogavam às noites; — ela mal, — ele, para lhe ser agradável, pouco menos mal. Até aí as cousas. Agora a ação da pessoa, os olhos teimosos de Rita, que procuravam muita vez os dele, que os consultavam antes de o fazer ao marido, as mãos frias, as atitudes insólitas. Um dia, fazendo ele anos, recebeu de Vilela uma rica bengala de presente e de Rita apenas um cartão com um vulgar cumprimento a lápis, e foi então que ele pôde ler no próprio coração, não conseguia arrancar os olhos do bilhetinho. Palavras vulgares; mas há vulgaridades sublimes, ou, pelo menos, deleitosas. A velha caleça de praça, em que pela primeira vez passeaste com a mulher amada, fechadinhos ambos, vale o carro de Apolo. Assim é o homem, assim são as cousas que o cercam.
Camilo quis sinceramente fugir, mas já não pôde. Rita, como uma serpente, foi-se acercando dele, envolveu-o todo, fez-lhe estalar os ossos num espasmo, e pingou-lhe o veneno na boca. Ele ficou atordoado e subjugado. Vexame, sustos, remorsos, desejos, tudo sentiu de mistura, mas a batalha foi curta e a vitória delirante. Adeus, escrúpulos! Não tardou que o sapato se acomodasse ao pé, e aí foram ambos, estrada fora, braços dados, pisando folgadamente por cima de ervas e pedregulhos, sem padecer nada mais que algumas saudades, quando estavam ausentes um do outro. A confiança e estima de Vilela continuavam a ser as mesmas.
Um dia, porém, recebeu Camilo uma carta anônima, que lhe chamava imoral e pérfido, e dizia que a aventura era sabida de todos. Camilo teve medo, e, para desviar as suspeitas, começou a rarear as visitas à casa de Vilela. Este notou-lhe as ausências. Camilo respondeu que o motivo era uma paixão frívola de rapaz. Candura gerou astúcia. As ausências prolongaram-se, e as visitas cessaram inteiramente. Pode ser que entrasse também nisso um pouco de amor-próprio, uma intenção de diminuir os obséquios do marido, para tornar menos dura a aleivosia do ato.
Foi por esse tempo que Rita, desconfiada e medrosa, correu à cartomante para consultá-la sobre a verdadeira causa do procedimento de Camilo. Vimos que a cartomante restituiu-lhe a confiança, e que o rapaz repreendeu-a por ter feito o que fez. Correram ainda algumas semanas. Camilo recebeu mais duas ou três cartas anônimas, tão apaixonadas, que não podiam ser advertência da virtude, mas despeito de algum pretendente; tal foi a opinião de Rita, que, por outras palavras mal compostas, formulou este pensamento: — a virtude é preguiçosa e avara, não gasta tempo nem papel; só o interesse é ativo e pródigo.
Nem por isso Camilo ficou mais sossegado; temia que o anônimo fosse ter com Vilela, e a catástrofe viria então sem remédio. Rita concordou que era possível.
— Bem, disse ela; eu levo os sobrescritos para comparar a letra com as das cartas que lá aparecerem; se alguma for igual, guardo-a e rasgo-a...
Nenhuma apareceu; mas daí a algum tempo Vilela começou a mostrar-se sombrio, falando pouco, como desconfiado. Rita deu-se pressa em dizê-lo ao outro, e sobre isso deliberaram. A opinião dela é que Camilo devia tornar à casa deles, tatear o marido, e pode ser até que lhe ouvisse a confidência de algum negócio particular. Camilo divergia; aparecer depois de tantos meses era confirmar a suspeita ou denúncia. Mais valia acautelarem-se, sacrificando-se por algumas semanas. Combinaram os meios de se corresponderem , em caso de necessidade, e separaram-se com lágrimas.
No dia seguinte, estando na repartição, recebeu Camilo este bilhete de Vilela: "Vem já, já, à nossa casa; preciso falar-te sem demora." Era mais de meio-dia. Camilo saiu logo; na rua, advertiu que teria sido mais natural chamá-lo ao escritório; por que em casa? Tudo indicava matéria especial, e a letra, fosse realidade ou ilusão, afigurou-se-lhe trêmula. Ele combinou todas essas cousas com a notícia da véspera.
— Vem já, já, à nossa casa; preciso falar-te sem demora, — repetia ele com os olhos no papel.
Imaginariamente, viu a ponta da orelha de um drama, Rita subjugada e lacrimosa, Vilela indignado, pegando da pena e escrevendo o bilhete, certo de que ele acudiria, e esperando-o para matá-lo. Camilo estremeceu, tinha medo: depois sorriu amarelo, e em todo caso repugnava-lhe a idéia de recuar, e foi andando. De caminho, lembrou-se de ir a casa; podia achar algum recado de Rita, que lhe explicasse tudo. Não achou nada, nem ninguém. Voltou à rua, e a idéia de estarem descobertos parecia-lhe cada vez mais verossímil; era natural uma denúncia anônima, até da própria pessoa que o ameaçara antes; podia ser que Vilela conhecesse agora tudo. A mesma suspensão das suas visitas, sem motivo aparente, apenas com um pretexto fútil, viria confirmar o resto.
Camilo ia andando inquieto e nervoso. Não relia o bilhete, mas as palavras estavam decoradas, diante dos olhos, fixas, ou então, — o que era ainda pior, — eram-lhe murmuradas ao ouvido, com a própria voz de Vilela. "Vem já, já, à nossa casa; preciso falar-te sem demora." Ditas assim, pela voz do outro, tinham um tom de mistério e ameaça. Vem, já, já, para quê? Era perto de uma hora da tarde. A comoção crescia de minuto a minuto. Tanto imaginou o que se iria passar, que chegou a crê-lo e vê-lo. Positivamente, tinha medo. Entrou a cogitar em ir armado, considerando que, se nada houvesse, nada perdia, e a precaução era útil. Logo depois rejeitava a idéia, vexado de si mesmo, e seguia, picando o passo, na direção do Largo da Carioca, para entrar num tílburi. Chegou, entrou e mandou seguir a trote largo.
"Quanto antes, melhor, pensou ele; não posso estar assim..."
Mas o mesmo trote do cavalo veio agravar-lhe a comoção. O tempo voava, e ele não tardaria a entestar com o perigo. Quase no fim da Rua da Guarda Velha, o tílburi teve de parar, a rua estava atravancada com uma carroça, que caíra. Camilo, em si mesmo, estimou o obstáculo, e esperou. No fim de cinco minutos, reparou que ao lado, à esquerda, ao pé do tílburi, ficava a casa da cartomante, a quem Rita consultara uma vez, e nunca ele desejou tanto crer na lição das cartas. Olhou, viu as janelas fechadas, quando todas as outras estavam abertas e pejadas de curiosos do incidente da rua. Dir-se-ia a morada do indiferente Destino.
Camilo reclinou-se no tílburi, para não ver nada. A agitação dele era grande, extraordinária, e do fundo das camadas morais emergiam alguns fantasmas de outro tempo, as velhas crenças, as superstições antigas. O cocheiro propôs-lhe voltar à primeira travessa, e ir por outro caminho: ele respondeu que não, que esperasse. E inclinava-se para fitar a casa... Depois fez um gesto incrédulo: era a idéia de ouvir a cartomante, que lhe passava ao longe, muito longe, com vastas asas cinzentas; desapareceu, reapareceu, e tornou a esvair-se no cérebro; mas daí a ponco moveu outra vez as asas, mais perto, fazendo uns giros concêntricos... Na rua, gritavam os homens, safando a carroça:
— Anda! agora! empurra! vá! vá!
Daí a pouco estaria removido o obstáculo. Camilo fechava os olhos, pensava em outras cousas: mas a voz do marido sussurrava-lhe a orelhas as palavras da carta: "Vem, já, já..." E ele via as contorções do drama e tremia. A casa olhava para ele. As pernas queriam descer e entrar . Camilo achou-se diante de um longo véu opaco... pensou rapidamente no inexplicável de tantas cousas. A voz da mãe repetia-lhe uma porção de casos extraordinários: e a mesma frase do príncipe de Dinamarca reboava-lhe dentro: "Há mais cousas no céu e na terra do que sonha a filosofia... " Que perdia ele, se... ?
Deu por si na calçada, ao pé da porta: disse ao cocheiro que esperasse, e rápido enfiou pelo corredor, e subiu a escada. A luz era pouca, os degraus comidos dos pés, o corrimão pegajoso; mas ele não, viu nem sentiu nada. Trepou e bateu. Não aparecendo ninguém, teve idéia de descer; mas era tarde, a curiosidade fustigava-lhe o sangue, as fontes latejavam-lhe; ele tornou a bater uma, duas, três pancadas. Veio uma mulher; era a cartomante. Camilo disse que ia consultá-la, ela fê-lo entrar. Dali subiram ao sótão, por uma escada ainda pior que a primeira e mais escura. Em cima, havia uma salinha, mal alumiada por uma janela, que dava para o telhado dos fundos. Velhos trastes, paredes sombrias, um ar de pobreza, que antes aumentava do que destruía o prestígio.
A cartomante fê-lo sentar diante da mesa, e sentou-se do lado oposto, com as costas para a janela, de maneira que a pouca luz de fora batia em cheio no rosto de Camilo. Abriu uma gaveta e tirou um baralho de cartas compridas e enxovalhadas. Enquanto as baralhava, rapidamente, olhava para ele, não de rosto, mas por baixo dos olhos. Era uma mulher de quarenta anos, italiana, morena e magra, com grandes olhos sonsos e agudos. Voltou três cartas sobre a mesa, e disse-lhe:
— Vejamos primeiro o que é que o traz aqui. O senhor tem um grande susto... Camilo, maravilhado, fez um gesto afirmativo.
— E quer saber, continuou ela, se lhe acontecerá alguma cousa ou não...
— A mim e a ela, explicou vivamente ele.
A cartomante não sorriu: disse-lhe só que esperasse. Rápido pegou outra vez das cartas e baralhou-as, com os longos dedos finos, de unhas descuradas; baralhou-as bem, transpôs os maços, uma, duas. três vezes; depois começou a estendê-las. Camilo tinha os olhos nela curioso e ansioso.
— As cartas dizem-me...
Camilo inclinou-se para beber uma a uma as palavras. Então ela declarou-lhe que não tivesse medo de nada. Nada aconteceria nem a um nem a outro; ele, o terceiro, ignorava tudo. Não obstante, era indispensável muita cautela: ferviam invejas e despeitos. Falou-lhe do amor que os ligava, da beleza de Rita. . . Camilo estava deslumbrado. A cartomante acabou, recolheu as cartas e fechou-as na gaveta.
— A senhora restituiu-me a paz ao espírito, disse ele estendedo a mão por cima da mesa e apertando a da cartomante.
Esta levantou-se, rindo.
— Vá, disse ela; vá, ragazzo innamorato...
E de pé, com o dedo indicador, tocou-lhe na testa. Camilo estremeceu, como se fosse a mão da própria sibila, e levantou-se também. A cartomante foi à cômoda, sobre a qual estava um prato com passas, tirou um cacho destas, começou a despencá-las e comê-las, mostrando duas fileiras de dentes que desmentiam as unhas. Nessa mesma ação comum, a mulher tinha um ar particular. Camilo, ansioso por sair, não sabia como pagasse; ignorava o preço.
— Passas custam dinheiro, disse ele afinal, tirando a carteira. Quantas quer mandar buscar?
— Pergunte ao seu coração, respondeu ela.
Camilo tirou uma nota de dez mil-réis, e deu-lha. Os olhos da cartomante fuzilaram. O preço usual era dois mil-réis.
— Vejo bem que o senhor gosta muito dela... E faz bem; ela gosta muito do senhor. Vá, vá, tranqüilo. Olhe a escada, é escura; ponha o chapéu...
A cartomante tinha já guardado a nota na algibeira, e descia com ele, falando, com um leve sotaque. Camilo despediu-se dela embaixo, e desceu a escada que levava à rua, enquanto a cartomante, alegre com a paga, tornava acima, cantarolando uma barcarola. Camilo achou o tílburi esperando; a rua estava livre. Entrou e seguiu a trote largo.
Tudo lhe parecia agora melhor, as outras cousas traziam outro aspecto, o céu estava límpido e as caras joviais. Chegou a rir dos seus receios, que chamou pueris; recordou os termos da carta de Vilela e reconheceu que eram íntimos e familiares. Onde é que ele lhe descobrira a ameaça? Advertiu também que eram urgentes, e que fizera mal em demorar-se tanto; podia ser algum negócio grave e gravíssimo.
— Vamos, vamos depressa, repetia ele ao cocheiro.
E consigo, para explicar a demora ao amigo, engenhou qualquer cousa; parece que formou também o plano de aproveitar o incidente para tornar à antiga assiduidade... De volta com os planos, reboavam-lhe na alma as palavras da cartomante. Em verdade, ela adivinhara o objeto da consulta, o estado dele, a existência de um terceiro; por que não adivinharia o resto? O presente que se ignora vale o futuro. Era assim, lentas e contínuas, que as velhas crenças do rapaz iam tornando ao de cima, e o mistério empolgava-o com as unhas de ferro. Às vezes queria rir, e ria de si mesmo, algo vexado; mas a mulher, as cartas, as palavras secas e afirmativas, a exortação: — Vá,
vá, ragazzo innamorato; e no fim, ao longe, a barcarola da despedida, lenta e graciosa, tais eram os elementos recentes, que formavam, com os antigos, uma fé nova e vivaz.
A verdade é que o coração ia alegre e impaciente, pensando nas horas felizes de outrora e nas que haviam de vir. Ao passar pela Glória, Camilo olhou para o mar, estendeu os olhos para fora, até onde a água e o céu dão um abraço infinito, e teve assim uma sensação do futuro, longo, longo, interminável.
Daí a ponco chegou à casa de Vilela. Apeou-se, empurrou a porta de ferro do jardim e entrou. A casa estava silenciosa. Subiu os seis degraus de pedra, e mal teve tempo de bater, a porta abriu-se, e apareceu-lhe Vilela.
— Desculpa, não pude vir mais cedo; que há?
Vilela não lhe respondeu; tinha as feições decompostas; fez-lhe sinal, e foram para uma saleta interior. Entrando, Camilo não pôde sufocar um grito de terror: — ao fundo sobre o canapé, estava Rita morta e ensangüentada. Vilela pegou-o pela gola, e, com dois tiros de revólver, estirou-o morto no chão.


Créditos

Fonte: ASSIS, Machado de. Obra Completa. Rio de Janeiro : Nova Aguilar 1994. v. II.

Texto proveniente de:
A Biblioteca Virtual do Estudante Brasileiro
A Escola do Futuro da Universidade de São Paulo
Permitido o uso apenas para fins educacionais.


Texto-base digitalizado por:
Núcleo de Pesquisas em Informática, Literatura e Lingüística
(http://www.cce.ufsc.br/~nupill/literatura/literat.html)

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